viernes, 13 de julio de 2012

Cosas de hombres




– ¿Y desde cuando está así tu mujer? –le dijo el Caimán cuando Pedro ya había puesto el coche en marcha.
– Pues no sé, desde el martes, creo. No sé, el lunes o el martes.
– Vamos que desde que fuisteis a la cena es como si se le hubiera girado el coco.
– Hombre, desde que fuimos a la cena, no. El domingo estuvo normal. En su línea, quiero decir –dijo Pedro mientras buscaba en su memoria algún indicador que le diera una pista exacta de cuándo se había iniciado aquel cambio de actitud.
– O sea, que está así desde el lunes ¿no? –preguntó el Caimán con la intención de ayudar a Pedro en su búsqueda.
– Bueno, ahora que lo dices, el domingo por la tarde, cuando nos vimos en el bar, ya la noté un poco rara.
– ¿A qué te refieres?
– No sé, como que me miraba más de la cuenta. Ella generalmente no me mira, no demasiado. A ver, sí que me mira, pero no se me queda mirando sin ningún motivo. Pero el domingo sí. Se quedaba como encandilada mirándome. Yo estaba jugando al billar con los niños, ¿sabes? Después del cabreo me los llevé al cine y luego a jugar al billar. Ella me llamó al rato, diciéndome que se iba con una amiga a tomar café. Cuando salimos del cine, la llamé y se vino al bar. Ahí fue donde empecé a notar algo raro.
– Esa amiga le ha metido algo en la cabeza –dijo como si de una verdad divina se tratara.
– ¿Tú crees? –le preguntó Pedro apelando a la gran intuición que tenía Juanjo.
– Seguro. Las mujeres son así. Tú les puedes estar diciendo una cosa toda la vida, y no te hacen ni caso. Luego viene cualquier amiga y les dice lo mismo, y como si hubiera sido Dios. Por experiencia te lo digo. Llevaba dos años diciéndole a mi mujer que metiera a mi suegra en una residencia. Ni caso. Que mientras yo pueda mi madre estará conmigo, que patatín, que patatán. Dos años. Un día llega a casa: que había estado hablando con una del mercado, que le había dicho tal y cual. En dos semanas, la abuela en una residencia. Esa amiga de tu mujer le ha metido algo en el coco.
– No sé –Pedro no daba mucha credibilidad a lo que le decía el viejo –. Lo único que sé es que está rarísima.
– ¿Y con los niños?
– No, con los niños está normal.
– Normal.
– Sí, sí, normal –le confirmó Pedro –. ¡Ah! Y no te he contado lo mejor. Ayer me dijo que se había apuntado a un gimnasio.
– ¿A un gimnasio? ¿Y para qué quiere tu mujer ir a un gimnasio?
– Pues no lo sé, pero lo que sé es que tres tardes a la semana me las ha jodido porque tengo que ir yo a buscar a los niños. Y lo más raro no es que se haya apuntado a un gimnasio. Lo más raro es que lo haya hecho de la noche a la mañana y sin decirme nada. Porque ella, generalmente, cuando quiere hacer algo, primero te está dando la vara durante dos o tres semanas. Luego, puede que lo haga o puede que no. Pero primero, a su manera, te consulta. Como cuando se apuntó a clases de inglés, porque decía que al taller llegaba mucho turista en verano y que no se entendía con ellos. Empezó diciendo que si aquello no había quien lo aguantara, que vaya complicación, que necesitaba apuntarse a un curso de inglés. Así estuvo un mes, hasta que al final lo hizo. Duró tres meses. Luego se acabó el verano y lo dejó.
– Pues ya lo tienes. Eso es –dijo el Caimán convencido.
– ¿El qué? –le preguntó Pedro.
– El verano. Es el puto verano. ¿En qué fecha estamos?
– No sé, en marzo, a veintidós ¿no? –le preguntó Pedro.
– Veintiuno –le corrigió su compañero.
– Bueno, a veintiuno. ¿Y eso qué tiene que ver? –preguntó Pedro que seguía sin ver la lógica de su amigo.
– ¡Coño, Pedro! Con lo listo que tú eres. Pues que llega el verano y se les gira el coco. Que si tengo que perder de aquí, que si tengo que perder de allá. Ya verás como no tarda en decirte que está a dieta.
– ¿A dieta? Pero si ella nunca se ha puesto a dieta. No lo necesita. Tendrías que ver el cuerpo que tiene. ¡Y sin hacer nada! No como yo, que de pasar sentado en este puto coche me va a salir una barriga más grande que la tuya.
– Al principio te jode, pero luego te acostumbras a vivir con ella –dijo el Caimán desde la resignación –además, los años no pasan en balde.
– Seguro que no, y con el tormento que nos dan las mujeres, el doble de daño nos hacen. Al final tendremos que hacernos todos maricones.
– No, no, no. De eso nada. Si quieres hacerte maricón, te haces tú. Pero a mí me dejas tranquilo –se defendió el Caimán de la propuesta salvadora de Pedro.
– ¿Y qué problema tienes tú con los maricones? –prosiguió Pedro al ver la reacción adversa de su compañero.
– Yo no tengo ningún problema con ellos, ni ellos conmigo. Ellos allí y yo aquí. No hay problema ¿entiendes? No hay problema.
– ¿Ah, no? –dijo Pedro, que ya se había olvidado por completo de su mujer.
– No.
– ¿Te sabes algún chiste de maricones? –le preguntó Pedro.
El Caimán tardó en responder. Sabía que la pregunta de Pedro era una encerrona, pero no podía adivinar por dónde iba a ser atrapado.
– Dime, ¿te sabes algún chiste de maricones? –le insistió Pedro.
– Pues claro que me sé algún chiste de maricones, me sé cientos de chistes de maricones, o miles, ¿sabes? –le dijo desafiante, tratando de demostrarle que no tenía miedo a sus preguntas.
– Dime uno.
– ¿Qué te diga uno?
– Sí, dime uno. Tú has dicho que te sabes cientos de chistes. Dime uno.
– ¡Joder! Así de pronto, en frío, pues no sé.
– ¿En qué quedamos, te sabes algún chiste de maricones o no? –Pedro estaba tomando las riendas y el Caimán empezaba a sentirse en un callejón sin salida. Tenía pavor a que Pedro acabase demostrando algún tipo de tendencia homosexual en su persona.
– Sí, claro que me sé, ya te lo he dicho.
– Bueno pues dime uno, aunque no tenga gracia.
– Que no tío, que no, que ahora no me viene ninguno a la cabeza.
– Ves, eso es porque es un tema difícil para ti, eres incapaz de decirme ni un solo chiste de todos los que sabes. Te has bloqueado. Es lo que diría Freud, una resistencia.
– Una resistencia, ¡pero qué coño dices! –el tono del Caimán era cada vez más elevado.
– Que sí, no te lo tomes como nada personal –Pedro trató de bajar la intensidad del ataque–. He estado leyendo cosas de psicoanálisis.
– De psicoanálisis. Pues a ver si te dice el psicoanálisis ese por qué está tan rarita tú mujer.
A Pedro se le escapó una risotada. El Caimán se había encendido de verdad.
– Mira, te voy a contar yo uno, para entrar en materia –le dijo Pedro–. Dice que son dos amigos que se encuentran por la calle. Uno le dice al otro: qué, ¿nos vamos a echar un polvo? Y el otro le dice, lo siento, no tengo dinero. Bueno y qué, le dice el otro, ¿acaso nos vamos a cobrar?
El Caimán se quedó con los ojos encendidos mirando a Pedro sin decir una palabra. Su rostro languideció y se quedó congelado. Era como su propia estatua de cera.
– ¡Ja, ja! –dijo el Caimán sarcásticamente.
– Lo ves. Dime, como éste hay montones. ¿Y sabes por qué? Porque la homosexualidad molesta. Es como algo que está siempre ahí, y que hay que combatir. Es como un peligro cercano, los hombres tenemos la necesidad de alejarnos de eso a cada instante. De reafirmar nuestra masculinidad.
– Tío, a ti esos libros te están sorbiendo el coco.
– Que no, Juanjo, que no. Que tú también tendrías que leer un poco más y darle de comer a tu cerebro.
El Caimán seguía con la cara descompuesta.
– O sea, que tú ahora lees libros de maricones y encima quieres que tu mujer no esté rara. Si es que hasta yo me estoy poniendo raro. Les voy a pedir que me cambien el turno.

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