sábado, 17 de marzo de 2012

Por muy estéril que sea


 

Posiblemente, los dos miedos más arraigados en el hombre sean el miedo a la muerte y el miedo a volverse loco. Sin embargo, hay otro mayor y más inquietante que no afecta, por suerte, a todas las personas.

Hace unos días, quedé con mi amigo Xavier Sánchez para comer. Él había de ayudarme a potenciar mis blogs (como excelente community manager que es) y a mejorar las opciones de visibilidad de mi perfil como escritor en la red, aunque yo creo que en realidad lo que nos apetecía era pasar un rato distendido y agradable, más interesados por la conversación y las ideas que fueron surgiendo en ella que por la comida en sí. Para quienes no lo conozcáis, Xavier es un hombre recio, de complexión fuerte sin resultar amenazador, más al contrario, su sola presencia infunde y transmite calma en consenso con su campechano aspecto, un hombre afable y cercano que no crea intriga, sino confianza rápidamente, con su cálida mirada y su voz templada y serena, se diría que no ha causado nunca daño, que no debe protegerse de nada y por ello habla con franqueza pero sin renunciar a la prudencia que dan los años.

Lo que más me asombra es la capacidad de escucha que tiene, siempre atento a lo que se le dice, sin distraerse un instante; una suerte en todo caso, ya que no son muchas las personas que se interesan verdaderamente por lo que a uno le ocurre o lo que uno les cuenta, con auténtico interés, el que nace de la solidaridad entre personas que se sienten semejantes, porque comparten gustos, intereses, aficiones y, como es en este caso, admiración mutua.

La conversación va fluyendo a lo largo de la comida. Como hemos sido de los últimos en entrar, nos quedamos solos en el restaurante, conjuntamente con una pareja vecina que ha llegado incluso después de nosotros. La música de fondo nos envuelve en una atmósfera en la que la armonía flota e incluso llega a crear un ambiente de ficción, como si estuviéramos en una película. En un momento de la conversación, yo le menciono la felicitación de Navidad que colgó en su blog (http://elmarge.blogspot.com.es/2011/12/la-papallona-que-va-trobar-lestel.html) y en el que le dedicaba un sentido homenaje a la figura de su padre, lamentablemente fallecido el año pasado. Me cuenta entonces que su padre escribía poesía, aunque jamás consiguió que le publicaran y que él mismo se autoeditó algunos de sus poemas para difundirlos entre sus amigos. Hasta la misma semana en la que nos dejó, me dice, siguió escribiendo con la esperanza de llegar a publicar, como si ese horizonte no lo hubiera perdido jamás. Y es justamente en ese momento cuando yo conecto con ese miedo tan básico y mordaz, tan exclusivo de los que nos dedicamos a escribir (o a cualquier otra actividad artística con pocas posibilidades de premio): el miedo a no conseguir jamás un cierto éxito con lo que hacemos.

De la misma manera que los otros dos miedos básicos (el miedo a la muerte y el miedo a volverse loco), éste tampoco se tiene del todo presente. Igual que el guerrero no podría librar batalla si la mente le castigara con el temor de que va a caer en el próximo amanecer o de que la locura lo secuestrará en la próxima noche, uno escribe y escribe sin reparar en que jamás alcanzará nada con ello. De otra forma, no podría seguir escribiendo. Son muchas las horas y muy intensas y auténticas las ilusiones que se ponen en juego cuando se escribe, especialmente cuando lo que se escribe son novelas, demasiado esfuerzo y demasiada lucha.

Por eso siento, justo en ese instante en el que Xavier me nombra el esfuerzo de su padre y la ilusión intacta hasta los últimos momentos de su vida, que el verdadero escritor es aquél que jamás pierde la esperanza, que cree en su tarea. Siento en ese instante una profunda admiración por la figura de ese hombre, Juanito, al que no tuve el honor de conocer, y de la admiración nace en mí un profundo deseo: que jamás se me pase esta pasión mía por contar lo que pienso, y que la lleve hasta el último momento, por muy estéril que sea.

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