viernes, 15 de diciembre de 2017

Tener una vida

Una inquietante exploración de lo insólito.

Daniel Jándula me pidió que le presentara su nueva novela en la casa en la que vivió Carlos Barral, hoy casa museo, en Calafell; un lugar mágico, impregnado de una esencia inconfundible que le llega desde el mar, habitualmente plácido, y que se deposita en las paredes hasta agrietarlas. Me halagó la petición. Desde hace un año compartimos tertulia radiofónica una vez al mes, además de cafés y risas. Pero esto es serio. Yo, que no estoy avezado en presentaciones, que apenas me estreno, siento tanta responsabilidad como ganas. Ganas de leer a Daniel Jándula, un autor del que ya se dijo, en una mítica serie de televisión, que daría mucho de qué hablar.




Para quien no lo conozca, o lo conozca pero no lo haya tratado, Dani es un tipo de aspecto afable y humilde, acogedor. Su mirada soslayada, tímida, de niño que mira sin querer ser visto, atrae de forma magnética, como un agujero negro. Su manera distendida, hogareña, de estar en el mundo, le confiere un aire de bondad incuestionable, casi infinita, y al mismo tiempo trasmite, con esa mirada, la serenidad inquieta del que sabe mucho. Tanta erudición lo hace irrumpir en inesperada carcajada numerosas veces, cuando de tanto saber, asombra. Por eso tengo ganas de leerlo y de ver hasta dónde es capaz de llegar. No vengo sin expectativa.

Lo mejor es cuando recibo el ejemplar, Tener una vida, y, conteniendo la respiración, siento que algo se ha movido en mi interior. El título es bueno, muy bueno: cuestiona, sacude, casi aturde. Son sólo tres palabras sencillas, pero el tsunami ya se ha desencadenado. No está bien que alguien te obligue a revisar tu vida de forma tan inesperada. ¿Qué quiere decir tener una vida? Me voy directo al arranque: «En la pared del salón de mi casa hay un agujero que no deja de crecer». La frase es demoledora, de escritor grande, pues sitúa al lector en la historia sin preámbulos ni consideraciones, un derechazo imparable. «Es del tamaño de una manzana. Anoche, antes de irme a dormir, probé a soplar un puñado de harina en su interior: la voluta quedó en suspensión por unos segundos, y luego se dispersó en minúsculas migajas que marcharon obedientes hacia el borde del agujero, trazando una ensayada espiral hacia el centro». Ya no hay lugar a dudas, estamos ante un narrador con clase, que sabe lo que se hace. Palabras sencillas y nada pretenciosas, al alcance de cualquiera, pero con una mirada única, al alcance de muy pocos. En ese arranque está todo: el desencadenante (mordaz), el conflicto (insólito), el tono (intimista) y el punto de vista (analítico).

Así despierta el personaje el día que se queda dormido y pierde su vuelo a Argentina —por cierto, un vuelo que nunca llegará a su destino—. Ambas cosas las encaja sin conmoción ni sobresalto. Pronto sabemos que este personaje está tan vacío como el piso que está dispuesto a abandonar —el piso ya es sólo un resto, la carcasa que una vez contuvo una historia, la de él y Lidia—: “Mi vida durante estos días es un acertijo. Es como si solo pudiera mirar el mundo a medias y mi humanidad se perdiera a sorbos, o como si me estuviese volviendo transparente”. Ha renunciado a su trabajo de funcionario, estable y seguro, porque “algo no iba bien en esa aspiración a tener un empleo fijo, un modo de comportarse previamente establecido y una seguridad comprada para el resto de la vida”.
Con esa mirada desleída, casi gris, pero no menos punzante, el lector se adentra en una historia introspectiva, intimista, profunda, emotiva, poética, de lo que supone crecer, tomar decisiones, amar, perder. Quizá sea ese el reto que nos propone el autor, un acertijo insondable, una mirada apacible hacia el juego macabro que supone tener una vida y no saber qué hacer con ella.

En Tener una vida la vida es verbo, la vida es respirar, como respira el texto, en cada párrafo, con elegante pero sobria prosa, sin aspavientos ni sobreactuaciones, un paseo tranquilo y deseado, porque tener una vida es caminar, es alimentar y es llenar, pero también es esconder. ¿Qué esconde este personaje que de tan impasible asusta? Tener una vida es recordar, es mirar hacia el lugar de origen, revisar la infancia, mirar a los padres que una vez fueron, contemplar el lugar en el que uno se ha criado, en el que se han consolidado las ambiciones y los miedos.

Las páginas vuelan al mismo ritmo que crece el agujero. Éste no deja de comer lo que le interesa, selectivamente, de cuanto –poco– queda ya a su alcance: la nevera o el cortaúñas, para dejar huecos en el hueco. Engulle lo más inopinado, ante el asombro impasible del narrador –por momentos uno tiene la sensación de que el tiempo se le ha detenido dentro–. Y, de repente, intuyo la estructura fractal de la novela y su magnetismo hipnótico, como si ésta fuera el crepitar de una hoguera o el incesante rugido del mar.


Un freudiano diría que, en la fábula construida, el narrador ansía volver al útero materno y regresar, a través de esa vagina simbólica, a la no existencia. Quizá un psicoanalista lacaniano consideraría al agujero como el reverso del «a» minúscula; por así decir, como el objeto causa del no-deseo, que sume al narrador en una desapasionada existencia, el agujero como la inesperada divergencia de lo real, lo imaginario y lo simbólico; un espacio sin materia, un lugar en el que el sujeto no mira, sino que se mira mirar. Pero esto supondría desvirtuar la historia, simplificar la profunda construcción que supone Tener una vida y renunciar al deleite de saborear sus páginas, como si cada una de ellas fuera a la vez página y obra al completo, una estructura fractal que traspasa realidades, que ya no intuyo, sino que confirmo al observar detenidamente la fotografía en la que aparecemos los dos, con la portada en primer plano y un agujero incipiente en la pared, al fondo, con clara intención de devorar al autor, sin que ni él ni yo seamos conscientes, ni siquiera notemos su presencia. Y así caigo en la cuenta de que la obra en sí misma es un agujero que devora al lector, que lo atrapa irremediablemente desde la primera hasta su gloriosa última frase. 

viernes, 23 de septiembre de 2016

Familias de cereal




Uno se pregunta por qué el relato breve, los cuentos, son incapaces de alcanzar cuotas de popularidad entre los lectores de la misma manera que la novela. Es raro que una obra de relatos se convierta en fenómeno editorial, cuando en la mayoría de los casos la calidad de éstos sobrepasa con creces la de la novela. 

Ni siquiera autores “marca” y de reconocido prestigio en el terreno de la novela han alcanzado éxitos del mismo calibre cuando se han aventurado con los relatos. El relato parece condenado de antemano a no gozar del reconocimiento de los lectores de la misma manera que la novela y, por lo tanto, los editores se muestran reacios a darles una oportunidad cuando miran la cuenta de resultados. Es necesario el paso del tiempo y, por tanto, la falta de perspectiva comercial para que las obras de relatos obtengan reconocimiento y se les otorgue valor. Por suerte, hay editoriales que, pese a ello, asumen con valentía poner al alcance de los lectores obras de relatos que, de otra forma, quedarían sin apenas opciones de ser leídas. Páginas de Espuma, sin ir más lejos, ha hecho del relato su opción editorial, y se ha convertido en referencia mundial para los lectores de relato breve en español; pero también otras, como Candaya —a la que sigo por la calidad de su catálogo—, apuestan con arrojo por obras como “Famililas de Cereal”, un conjunto de relatos tan maduro y tan bien escrito que resulta insultante la corta edad de su autor, Tomás Sánchez Bellocchio (Buenos Aires, 1981). 


Tomás Sánchez de Bellocchio
La obra se centra en los entresijos de las relaciones humanas en el marco familiar y sus carencias como sistema, un microcosmos universal en el que se convive, con total naturalidad, entre la tragedia y la rutina, entre lo tierno y lo despiadado. De corte realista y con una clara preferencia por lo cotidiano, los relatos de Sánchez Bellocchio pivotan sobre las aspiraciones y frustraciones más banales, pero también sobre los traumas, la incomprensión y las pequeñas venganzas, para crear miradas oblicuas ante lo que acontece, con personajes únicos, sólidos, tan creíbles como si uno asistiera a lo narrado de forma presencial y no relatada. 

Los doce relatos mantienen una unidad fundamentada en el estilo y la temática. Con respecto al estilo destaca la prosa sencilla pero precisa, sin lirismo, cercana y funcional, directa. Con respecto a la temática, lo que se cuenta es cotidiano, habitual, familiar, aunque rápidamente deformado por la mirada del narrador, dispuesta a poner el foco en aquellos detalles que hacen de lo narrado algo insólito, sórdido también, pero tremendamente creíble. 

Sánchez Bellocchio tiene la gran virtud de situar certeramente y sin confusiones al lector en el relato, uno sabe de forma inmediata de qué se le va a hablar, pues da certeramente las claves con las que adentrarse en ese fragmento de vida al que se va a asistir, con naturalidad y sin aparente esfuerzo, pero magistralmente en la mayoría de los cuentos:

 Tenía trece años recién cumplidos y mis padres se estaban separando” en Familias de cereal. La casa se estaba viniendo abajo y, […] ocho días después mamá me pidió que la acompañara a ver si le había pasado algo” (a la sirvienta) en Interrupción del servicio. Entonces, al final de su vida, cuando lo único que alcanza es a ver una ínfima parte de su imperio, el viejo piensa en el dinero” en Hacedor de dinero. “Tantor apareció dos años después, cuando ya lo daban por muerto” en Fidelidad de los perros, donde narra el insólito caso de un vecino que le quita el perro a otro. “Habían pasado tres años del infarto, pero no era su propia salud ni un repentino sentido de la estética lo que motivaba la decisión, sino ver a su hija menor convertirse en él. María Laura no había cumplido todavía los dieciséis y ya pesaba ciento veinte kilos”, Cuatro Lunas.

Los arranques son demoledores, insultantes, un desafío al lector que impiden ya abandonar el texto para adentrarse sin dilación en lo que habrá de acontecer, para asistir a la incomprensión y el desaliento en las relaciones familiares, su inevitable fracaso y sus consecuencias como eje temático de las narraciones. 

En el primer relato, Familias de cereal, cautiva el despotismo con el que un adolescente afronta el divorcio de sus padres en contrapartida a las múltiples batallas de la convivencia: Tu padre la tiene así de cortita, le dice la madre, ¿lo sabías?  Para no ser devorado por la vorágine, el niño se parapeta tras una cámara de vídeo con la que irá grabando el proceso de degradación familiar, casi como si les hiciera burla, sin ser consciente de lo que eso acarreará.

En Historia de la caca se aborda la vergüenza como impedimento existencial, la incapacidad para mostrarse ante los otros —un niño encerrado en el baño en su fiesta de cumpleaños— cuando uno se sabe rechazado, objeto de burla, y el cuerpo transforma esa emoción en un trastorno fisiológico para que los intestinos tomen el relevo a la palabra y hagan saber que uno se siente tan indigno como las heces que expulsa. 

Bellocchio va a la herida. Siempre va a la herida. Aunque la merodee, aunque tan sólo la señale de soslayo, uno sabe que por mucho que ramifique no va a perder el hilo, que sabe dónde apunta. En Animales del imperio, otro adolescente va mostrando parte de los fragmentos que dejó escritos su padre como ventanas a su inconsciente, al flujo de conciencia para reconstruir un relato dentro del mismo relato, una fantasía inabarcable pero tan certera como el trágico final que revela.

La mirada del autor se vuelve especialmente incisiva en Disco rígido para mostrar que hay lugares en los que se congela el tiempo por mucho calor que haga. Una familia rota, esta vez por la muerte del hijo, que no ha superado la enfermedad, y ha dejado tras de sí un rastro imborrable: una habitación intacta y un padre que, aislado en esa habitación, trata de impedir que su hijo muera del todo, rastreando incansablemente su computadora. Porque en ocasiones sólo queda eso, un acto compulsivo para mantener vivos a los muertos y dar sentido a la existencia. 

Con todo, la mejor virtud de los relatos es la forma de crear suspense. Bellocchio hipnotiza al lector con un interés flotante y disperso, para luego, de repente, mostrar aquello que hace que lo ya leído y acontecido cobre una nueva dimensión; entonces el relato se timbra y, si por algún asomo de pereza uno creía que esa narración ya no iba a ninguna parte, que estaba agotada, ésta da un giro tan inesperado como creíble. Así ocurre en Mitad de un hermano:Sé lo que quieren saber, y aunque esté arrepentido no hay manera de cancelar lo que ocurrió esa noche. Trato de pensar en las razones que me llevaron a hacerlo, pero ninguna es razonable. Entonces no son razones. A veces, todavía me despierto en mitad de la noche pensando si existe un nombre para mí. Yo no quiero ser esa persona, la clase de persona que tortura a un chico de dieciséis años.”

Sí, definitivamente Tomás Sánchez Bellocchio ha sido un descubrimiento, un narrador de la pegada de Carver y la profundidad de Borges. Un virtuoso de la narración breve —en la que para triunfar sólo vale dar el do de pecho—. Espero que Familias de Cereal contradiga la tradición y se convierta, como se merece, en fenómeno editorial. 



Tomás Sánchez Bellocchio

Familias de cereal

Candaya Narrativa 37

ISBN 978-84-15934-18-9

192 págs.; 21 x 14 cm / PVP 16 €


domingo, 12 de junio de 2016

Invasión



INVASIÓN 



Candaya Narrativa 34

ISBN 978-84-15934-15-8

192 págs.; 21 x 14 cm / PVP 16€


Recuerdo con especial simpatía una broma con cámara oculta en un programa de 1997, Espejo Secreto, presentado por Norma Duval y Andoni Ferreño. La broma en cuestión, por suerte y pese a la hilaridad que causaba, no hería la sensibilidad del espectador ni menoscababa la dignidad de la víctima: un empresario había de cerrar un negocio de cierta importancia en una cena, acompañado de otros diez o doce, cómplices de la situación, en la que cada comensal gozaba del privilegio de contar con un asistente personal, no sólo para ayudarlo con la servilleta o servirle el vino, sino que además le daba de comer como si se tratara de un bebé, le cortaba la carne y se la introducía en la boca para que, en un signo de distinción y exclusividad, los empresarios no tuvieran que dedicarse a cuestiones mundanas y pudieran emplear enteras energías y atención a lo que de verdad había de debatirse. La víctima, pese a poner cara de estupefacción e incredulidad ante lo que le ocurría, se dejaba tratar con mimo por su asistente ya que el resto de comensales aceptaban con normalidad la bizarra escena. Recuerdo desternillarme ante los gestos del empresario, su rostro entre sorprendido y desencajado que, para no desentonar, trataba de aparentar normalidad. Lo que ocurría a su alrededor era, además de burlesco, de locos, pero no se atrevía a abrir la boca si no era para recibir su porción de alimento, dócilmente, y beber de la copa que le acercaba su lacayo.
De manera análoga, ésta es la cuestión que plantea David Monteagudo con Invasión, cuando García (personaje principal de la novela) presencia, asiste (mientras disfruta de una cerveza en la terraza de una pequeña Vila), con asombro y espanto, a un acontecimiento del todo inverosímil, casi irreal: a la aparición de un gigante. 

No se me malentienda, no un gigante al uso clásico de los cuentos de hadas, sino de manera realista, como si una persona de aspecto corriente adquiriese de repente descomunal desproporción respecto del resto de transeúntes para superar los tres o cuatro metros de altura. Cualquiera reaccionaría ante el hecho con estupefacción y asombro, pero no es eso lo que encuentra García a su alrededor, sino normalidad y casi indiferencia, como si únicamente él apreciara tan inconcebible circunstancia.
Con un arranque así, ya es imposible dejar de leer, especialmente si quien narra lo hace con maestría, con tanta precisión como sencillez, pues la cultivada prosa no busca el lucimiento ni la pomposidad, algo que alejaría al lector de la tensión interna emergente en el personaje; muy al contrario, nos atrapa en la esencia vital de un hombre anodino, que podría ser cualquiera, en estos tiempos recientes, instalado en una decadente pareja sin hijos, de rutinario trabajo como administrativo y placeres tan terrenales que no exceden del buen comer.
A García, más que la presencia del gigante, lo trastorna la falta de reacción de sus congéneres, la imposibilidad de discernir entre lo real y lo alucinado, entre lo verdaderamente existente y lo tan sólo construido fruto de la locura, por muy transitoria que sea. 

David Monteagudo.
García calla, como calló en su día el empresario ante tanta anormalidad aceptada, pues no es fácil elevar la voz en contra de lo que el resto acepta. El narrador nos enclaustrará en la mente focalizada de quien es consciente de que algo en su cerebro no funciona. En términos superficiales, uno podría pensar que es la locura lo que se aborda, miedo atávico en el hombre, pero no es así, el relato adquiere desde el inicio connotaciones cargadas de simbolismo. No es irrelevante que sean los otros, cada vez más numerosos y prevalentes, los que se vuelvan gigantes (y no otra cosa) adquiriendo creciente desproporción en un mundo que habrá de ir adecuándose a la nueva condición de los que lo habitan. Desde ese instante, García estará atento a cuanto ocurre a su alrededor, temeroso de encontrarse con un de estos seres y especialmente suspicaz ante las numerosas obras y reformas en las viviendas de la ciudad, de cuyas ventanas descienden, cual gusanos, ominosas conducciones por las que canalizar los escombros resultantes. 

En sí misma, la historia habría de ser un cuento, un relato breve, y sólo alguien de la talla narrativa de Monteagudo puede convertirla en una novela de la que no se quiere salir, pues ello supone abandonar al personaje que nos lleva de la mano para cuestionarnos, casi sin pretenderlo, si la locura no estará fuera, si no serán los demás los que, aceptando una desproporción inconcebible, son incapaces de tomar conciencia de la destrucción del mundo. García trata de hacer frente a su desasosiego recurriendo a una psiquiatría de barrio, tan artificial como incapaz de proporcionar herramientas más allá de la bioquímica y los buenos modales.

El lector, mientras asiste al recorrido de García, pero mucho más al concluir la historia, no podrá substraerse a la metáfora de lo que nos ha menoscabado recientemente como sociedad: la burbuja inmobiliaria, el desarrollo tecnológico, el sobrendeudamiento, la falta de crítica social ante las (¿inevitables?) mejoras que vamos incorporando a nuestra existencia sin apenas conciencia, de forma insalvable por muy resistente que uno se vuelva.

Invasión es una deliciosa fábula acerca de la deshumanización, tan presente como invisible, además de un grito sosegado ante la imposibilidad de sustraerse a ella. Invasión es una novela magistral sobre lo insano que resulta estar adaptado a un mundo enfermo, para hacernos concluir que nadie puede ir en contra de todos.


David Monteagudo

Invasión

Candaya Narrativa 34

ISBN 978-84-15934-15-8

192 págs.; 21 x 14 cm / PVP 16€