Un viento impropio del mes
de julio hace cimbrear las ramas de los árboles en la vereda del río, ¿serán
las voces de los muertos que no soportan tu presencia? Deberías callarte y no
decir nada, así has hecho durante todos estos años. Pero algo te ha traído
hasta aquí. ¿La culpa? No se puede vivir con culpa. No con la intensidad con la
que tú has vivido. ¿O quizá sí la tuviste entonces? Tampoco. Entonces tuviste
miedo, mucho miedo, como ahora. Deberías darte la vuelta y acercarte ya al río.
Las manos del viejo se refugian en los bolsillos de su pantalón instintivamente
y su cuerpo se encoge como si buscara cobijarse y ponerse a resguardo de un
frío que no existe, quizá lo tienes dentro, anidado en los huesos, lleva ahí
más de sesenta años. «Unos mueren y otros nacen, pasa todos los días», se
justifica.
También aquella mañana,
alguien murió y alguien nació. «No lleguéis tarde para el almuerzo», les había
dicho su madre, y él y su hermano salieron de la casa con júbilo vacacional,
pletóricos en la calurosa mañana para darse un chapuzón, como otras tantas
veces, en el río. El agua está helada pero no importa, no se tiene frío a los
catorce años ni cuando un veneno gélido y pastoso fluye por tus venas. El joven
Adriano chapotea mientras su gemelo, Santiago, se sumerge para agarrarlo por los
pies y lo hunde bajo la corriente en un juego que se repite una y otra vez. Siente
que el mundo deja de existir ahí abajo, como si nada importara una vez que
desaparece bajo el agua. ¿Acaso es él quien me coge y me sumerge o soy yo quien
lo sumerge a él? ¿Qué nos diferencia, además del nombre? Adriano, Santiago;
Santiago, Adriano. ¡Qué importa! Lo que importa es que él la tiene a ella, y yo
no, esa es la verdadera diferencia; es él quien sentirá el roce de sus labios y
quien se refugiará en sus caricias; es él quien vive y yo quien muero tan sólo
de pensarlo. No es el nombre lo que nos distingue, ni el rostro, ni una sola
parte del cuerpo; pues él tiene mis ojos y yo, a la vez, tengo los suyos. Vuelve
a la superficie y ahora es él el que está arriba y somete con fuerza y maña la
cabeza de Santiago. ¿Cuánto vale un segundo?
El viento zumba con más intensidad
y aturde la mente renqueante de Adriano, ¿o deberías decir Santiago? Ese, al
fin y al cabo, es el nombre al que has respondido todos estos años. «El amor
también está hecho de mentiras», se repite una y otra vez, ya con lágrimas en
los ojos, recordándola, «y en todo este tiempo, no he podido amar más
intensamente». Sus dedos temblorosos acarician el cristal que protege el nicho,
como queriendo llegar al que fue su rostro, ya perdido para siempre en el
olvido. Le lanza un beso a la fotografía que no ha logrado tocar y vuelve a
meterse las manos en los bolsillos. El nudo en la garganta le impide decir cualquier
cosa que quiera; se da media vuelta torpemente y se encoge de nuevo para
dirigirse al río. Sus pasos hacen crujir la arena bajo los pies cansados. Sólo
soy un viejo que ha venido a despedirse. En cuanto se vaya de este mundo su
secreto se esfumará y nada en realidad habrá ocurrido nunca. Nada permanece ni
dura si no trasciende. Le alcanza con nitidez el olor a hierba y el rugir de
las aguas a medida que se acerca al río. Le ha llevado más de media hora pese a
la cercanía, también más de medio siglo, llegar hasta aquí. Los árboles, que
han dejado de quejarse, como si anticiparan que va a rendirles tributo,
presiden litúrgicamente el serpentear de la corriente. El sol está alto y abrasa
la nuca del viejo, por largo rato sentado frente a la ribera que pronto se lo
tragará en silencio. Ahora suda mientras descansa en el lugar en el que aquella
lejana mañana de juegos esperó a que ella llegara. Begoña tardó más de lo
previsto. ¿O fue el tiempo que se te hizo eterno? La recuerda con claridad contoneándose
a lo lejos sobre su caminar sinuoso y coqueto. Recuerda su cara desencajada al
ver el cuerpo de su hermano, inane y derrumbado sobre la hierba. ¿Iría a
preguntarle por qué lo había hecho? Pero nada de eso dijo, ni lo insinuó jamás
en todos los años que pasaron juntos. Atrás quedó la lucha, el deseo jamás revelado,
y el hermano muerto bajo el propio nombre.
Adriano se descalza y deja,
con sumo cuidado, los Forzieri de hebilla hechos a mano que ella le ha
regalado antes de morir. ¡Dios Santo, si tan sólo hace unos días que paseábamos
de la mano! La hierba, que aún conserva el frescor de la mañana, alivia los
pies del viejo mientras se dirige a la orilla. Antes de adentrarse en el
torrente, se vuelve por última vez y, entre la música mimosa de los ruiseñores invisibles,
le parece que aún la ve acercarse con su contoneo alegre bordeando la ribera.
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