Mario Benedetti,
No te
salves. Tomado de "Canciones de
amor y desamor" del libro "Poemas de Otros"
No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
El timbre del teléfono la sobresaltó. Miró hacia el
aparato. Se lamentó de su mala suerte. Podía haberlo dejado sonar, que saltara
el contestador. Podía haberse recreado en su ensoñación. Pero no lo hizo, se
levantó creyendo que a Pedro se le había olvidado algo; se incorporó y levantó
el auricular.
– ¿Sí? –preguntó al no identificar el número en la
pantalla.
Del otro lado Molly le reconoció la voz de
inmediato. Se quedó callado. Sin poder decir nada. Sentía que el corazón le
latía deprisa y la respiración se le agitaba. Era ella. Ella era la que había
descolgado. El tiempo corría y Molly no acertaba a decir nada.
– ¿Sí, quién es? – volvió a preguntar.
– Marta, soy Molly –dijo con una voz dura, que lo
expresaba todo.
Aquellas tres palabras le recorrieron la vida en un
segundo. Tragó saliva. El silencio se hizo de nuevo. Ninguno de los dos decía
nada. Se sentía todavía excitada y por un momento pensó en colgar, en no
responderle, en dejarle claro que no quería saber nada de él. Pero algo se lo impidió.
– ¿Dónde estás? –le preguntó.
– En casa –dijo él.
Marta sintió que se estaba jugando la vida en esa
llamada. Se había equivocado. Molly no era un cobarde. La había llamado y eso
significaba que quería estar con ella. Había dado el paso, se había arriesgado.
Ella podía haberlo ignorado, pero no lo hizo. Reconoció en la voz de Molly la
demanda que sus palabras no pudieron articular. Quizá había llegado el momento
de vivir lo que se negaba cada día, de darse una oportunidad, de reconocer que
no quería permanecer en el mismo sitio.
– En una hora estoy allí –le dijo sin pensar en las
consecuencias.
Molly colgó el teléfono. Estaba atónito. No podía
creerse lo que acababa de oír. Pensó que había sido un sueño, una ilusión.
Trataba de repetir la conversación para él mismo, para darse una explicación.
Su angustia por no saber de Marta se había convertido en una ansiedad
indescriptible por saber que iba a llegar en breve.
Marta prefirió no pensar en nada. Decidió que era
mejor seguir como un autómata sus instintos y no preguntarse nada. Ni quién
era, ni por qué lo hacía, ni si debía o no debía. Se dio una ducha rápida.
Luego se fue a la habitación y se cambió de ropa. Se puso un tejano, el más
ajustado que encontró, y una camiseta. Al mirarse en el espejo se sintió como
una adolescente en la primera cita. Se recogió el pelo, se pintó los labios y
se dio algo de sombra en los ojos. Lo justo, apenas lo suficiente para resaltar
la belleza que durante tantos años había mantenido apagada detrás de la
constante insatisfacción. Tenía ganas de entregarse por completo a su deseo.
Que no era Molly, que no era nadie en particular. Era un deseo sin nombre, sin
cara. Quería sentir la fuerza de un hombre dentro de ella. Quizá se estaba
equivocando, pero necesitaba saberlo. Bajó a la calle con determinación, la
duda no forma parte de uno cuando lo que está en juego es la vida. Tomó un taxi
dos calles más abajo. Sacó su teléfono móvil y llamó a Pedro. Lo hizo con
calma, estudiadamente. Se sorprendió por la frialdad con la que le iba a mentir.
A él, que era policía, que estaba acostumbrado a saber cuándo la gente le
mentía y cuándo no. El teléfono sonó varias veces. Pedro miró el número antes
de responder. Vio que era Marta. Se sorprendió de que la llamase desde el móvil.
– Dime –le dijo todavía con un tono seco.
– He salido un rato, voy a dar una vuelta.
– Joder, pues podías haber venido con nosotros –le
reprochó él.
– ¿Dónde estáis? –le preguntó.
– En la cola del cine, al final Carlitos se ha
salido con la suya, no había quien le hiciese entrar en razón. Le he dicho a
Alex que luego iríamos a jugar al billar y se ha conformado.
– Cuando salgáis del cine me llamas y me reúno con
vosotros. He quedado con Ángela para tomar un café.
– ¿Ángela? ¿La que trabaja contigo?
– Sí. Me ha llamado y me ha dicho que iba a salir
un rato.
– Bueno, como quieras, cuando salgamos del cine te
llamo.
– Vale.
Colgó.
No sintió nada. Ni un remordimiento. Algo la
empujaba cada vez con más fuerza hacia la traición. Creyó que esa debía ser
exactamente la misma sensación que debía de tener un criminal, que sabe que
está haciendo algo que no debe, pero no le importa. Al contrario. El taxi circulaba
con tranquilidad. Marta acabó de retocarse con su espejo de mano. Molly la
estaría esperando, quería verlo de nuevo. Quizá la vida le estaba dando una
nueva oportunidad. Se dirigía en el taxi a casa de Molly y se sentía como la
protagonista de una película. Creía que, en realidad, no era ella quien vivía
la aventura. No podía ser cierto. Su vida era monótona, aburrida, tediosa,
rutinaria. De la noche a la mañana se había convertido en una adúltera
lujuriosa. Porque eso creía que era. Pero no le importaba. Prefería sentir la
culpa por lo que iba a hacer, que el dolor por haber ahogado su deseo, un dolor
suave y abrasador, silencioso, que se habría quedado en ella para siempre.
Miraba los edificios, y pensaba en la cantidad de Martas que habría en cada una
de aquellas ventanas. Mujeres que vivían en la soledad de su propio matrimonio,
desgastadas, sin luz. Que se resignaban a su propia condena, y que no hacían
nada por sentir el aire en sus caras, y la libertad en su espíritu. Pensó que
muchas de ellas seguirían sentadas frente al televisor muchos domingos, fumando
un cigarro detrás de otro, con ganas de no ser ellas, de ser las otras, las que
ven por la tele, las que sueñan.
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