viernes, 29 de junio de 2012

Tratado incompleto sobre caricias


Mario Benedetti,
Tomado de "Il Cuore" del libro "Yesterday y Mañana"
Como aventura y enigma
la caricia empieza antes
de convertirse en caricia



Cristina se hacía la remolona en la cama. Estaba feliz. Siempre estaba feliz. Contemplaba de reojo a Lidia que estaba mirándose al espejo. Era el cuarto vestido que se probaba. La cara se le alargaba cada vez más. Sentía que ninguno le sentaba bien. Uno la hacía mayor, el otro le chafaba las tetas, el otro le sacaba mucha barriga, el otro… El otro ya no sabía.

– Desde luego, me podrías ayudar un poco más –le reprochó Lidia a su prima.
– ¿A qué, a amargarte la vida? No, reina, para eso ya te bastas tú solita. No necesitas ayuda.
– ¡Qué graciosa! Pues a mí no me hace ninguna gracia. Anda, ayúdame. No sé qué ponerme. Estoy harta. Siempre igual. Cuando me compré estos vestidos jamás pensé que me pasaría esto. Y ahora,… mira, me los voy a poner y parece que no sean los mismos. Es que te lo juro, ya no sé qué hacer.
– Lo que pasa es que estás demasiado pendiente de tonterías. Porque todo esto son tonterías. Menos con el de las tetas chafadas, con ese estoy de acuerdo contigo, te las chafa. Y tú tienes unas tetas muy bonitas –le dijo en un tono sugerente mientras se acercaba por detrás y le sobaba los pechos. Lidia trató de quitársela de encima.
– ¡Estate quieta! Ya sabes que no me gustan esas bromas –le recriminó Lidia.
– Por lo menos habrán sentido unas manos, un pequeño contacto con piel humana –Cristina seguía con su juerga particular–. Lo que tienes que hacer es pasar de todo. Yo, unos vaqueros, un top, y voy que me mato.
– ¿Un top, con el frío que hace?
– Pues una camiseta, me da igual. Además, no sé para qué quieres estar tan presentable si luego no te sirve para nada.
– Quién sabe, a lo mejor encuentro al hombre de mi vida.
– El hombre de tu vida. Que anticuada eres. No hay hombre de tu vida. En la vida hay hombres, unos más altos, otros más guapos, pero todos hombres al fin y al cabo. Y muchos, por suerte –eso último lo dijo entre dientes, Lidia casi no lo oyó.
– Sí, pero todos se fijan. Y no me gusta que me miren y estén pensado que tengo el culo gordo.
– ¿Y qué sabes tú de lo que le gusta a los hombres? A los hombres lo que les gusta es que tengas el culo gordo. Sí, en eso prefieren que la cosa sobre a que falte. Y con las tetas igual. Y que se la comas bien. Eso es lo que les gusta, y no el vestido que llevas. Te aseguro que al cabo de dos días le pregunto a un tío qué llevaba puesto la última noche que estuve con él y no se acuerda.
– Siempre estás con lo mismo. ¡Que el mundo no se reduce a estar comiendo… pollas! Como tú dices –a Lidia le costó usar ese tipo de lenguaje.
En realidad envidiaba a su prima. Cristina era todo lo que a ella le gustaría ser. Bueno, un poco menos descarada, pero en realidad admiraba esa manera desenfadada y provocadora que tenía de estar en la vida. Pensaba que si no hubiera sido por ella se habría hundido en la miseria. Cristina le daba esa chispa de vida que necesitaba. Y por qué no decirlo, le aportaba sexo, mucho sexo; porque en realidad, todo lo que sabía Lidia acerca del sexo lo sabía por Cristina, ya que conocía sus experiencias al detalle. Y no porque fuera una curiosa; al contrario, sufría una vergüenza terrible cada vez que Cristina le contaba sus aventuras. Su prima era una promiscua. Una adicta al sexo. Cuanto más atrevido más divertido. No le decía que no a nada. A nada que le gustase, claro. A veces, pensaba que Cristina no diferenciaba su fantasía de la propia realidad. Que más bien una se alimentaba de la otra. Lidia podía notar cuándo le iba a soltar alguna de sus experiencias sólo por el tono de voz que ponía. Los días que había tenido algo diferente se le notaba, se le ponía una sonrisa en la cara, una sonrisa inagotable, como de feria, y ladeaba la cabeza, dejándola caer de un lado a otro mientras hablaba. Lidia sabía que antes o después se la soltaría. No tardó en hacerlo. Mientras permanecía en su habitación, casi desnuda, a medio vestir, sentada en una silla como si fuera un condenado a muerte, con la cabeza entre las manos, atormentada, totalmente atormentada por su calvario particular por no saber qué ponerse, su prima Cristina dejó ir con voz sugerente y de niña traviesa: ¿A qué no sabes qué me ha pasado hoy? Lidia entornó sus ojos hacia arriba haciendo un gran esfuerzo y la miró con un gesto mínimo. Cristina yacía boca abajo encima de la cama, moviendo sus piernas hacia delante y hacia atrás, en un juego inútil pero reconfortante. Lidia no contestó, no hacía falta.
– Me he enrollado con mi profesora de aeróbic.
Lidia acabó de levantar la cabeza. Cristina le había contado muchas cosas, pero ninguna como ésa. ¿Pero cómo había podido? El silencio se hizo eterno. Cristina esperaba una respuesta. Al final Lidia dijo:
– ¿Qué? –reaccionó–. ¿Te has enrollado con Marisa? ¿Pero tú estás mal de la cabeza o te has vuelto lesbiana de repente? Lidia se tapó instintivamente.
– Ha sido sólo un juego, no sé, tenía ganas de probar. ¿Qué pasa, tú no has tenido nunca ganas de probarlo con una tía?
– ¡Pues no! –dijo rotundamente Lidia.
– Claro, tú nunca has tenido ganas de probarlo con nadie –Cristina trató de defenderse de la desaprobación de su prima.
– ¡Pero tía, tú estás loca! –siguió increpándola escandalizada por lo que le acababa de decir.
– A ver, tía, que no es para tanto, que pareces tu madre –le dijo cortante para rebajar la escalada en la que se había iniciado–. Además, ha estado muy bien.
– ¿Y cómo ha sido? –ahí venía la parte en la que Lidia se nutría de las experiencias ajenas. En realidad toda su experiencia sexual se reducía a lo que podía recordar de lo que le contaba Cristina, que casi gozaba más al ver la cara escandalizada de su prima que con la aventura en sí misma. Porque en realidad lo que buscaba Cristina era escandalizar, esa era su auténtica motivación.
–El martes fui a clase de aeróbic, como siempre. Luego me fui a hacer unas pesas. Ella se quedó hasta tarde. Al salir de la ducha, entró ella. Yo veía que no paraba de mirarme. Al principio me incomodé, pero luego pensé que sería más divertido jugar con ello. Así que me quité la toalla en la que estaba envuelta y empecé a secarme. Luego me puse las bragas y me quedé en top-less. Ella seguía mirándome, como tratando de saber si yo me había dado cuenta. Después, se sentó delante de mí y empezó a darme conversación. De repente se pone a mirarme las tetas mientras yo me ajustaba el sujetador, y va y me dice: “tienes unos pechos muy bonitos”.
– Tienes unos pechos muy bonitos –repitió Lidia en voz baja y casi susurrando para tratar de imaginarse la escena.
– A mí me lo habían dicho, que le iban las tías. Aunque no sé, la gente habla mucho. Pero vaya que si le van. Yo no le di mucha importancia así que le dije gracias y le sonreí. Pero luego en mi casa, no podía dejar de pensar en ello. ¿Sabes? Estaba viendo la tele y ni me enteraba. Y me ponía, no te cuento cómo me ponía. Es que tenías que haber visto la cara con la que me miró. Así que hoy he vuelto a última hora, que es cuando ella se va y me he ido a los vestuarios. Ella ya había salido de la ducha, había empezado a secarse. Yo no le he dicho nada. He empezado a desvestirme y claro, otra vez que no me quitaba ojo. Yo no sabía qué hacer, porque me apetecía, pero imagínate que le entro y me da planchazo. ¡Qué vergüenza, no lo habría soportado! Me estaba poniendo de los nervios, así que me he metido en la ducha y, cuando estaba dentro, ha venido. Yo no me lo podía creer. Tenía los ojos cerrados y, cuando los he abierto, estaba allí, ¡mirándome con una cara…! Y bueno, la he dejado pasar. 


sábado, 23 de junio de 2012

Las que sueñan

Mario Benedetti,
No te salves.  Tomado de "Canciones de amor y desamor" del libro "Poemas de Otros"



No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma

El timbre del teléfono la sobresaltó. Miró hacia el aparato. Se lamentó de su mala suerte. Podía haberlo dejado sonar, que saltara el contestador. Podía haberse recreado en su ensoñación. Pero no lo hizo, se levantó creyendo que a Pedro se le había olvidado algo; se incorporó y levantó el auricular.
– ¿Sí? –preguntó al no identificar el número en la pantalla.
Del otro lado Molly le reconoció la voz de inmediato. Se quedó callado. Sin poder decir nada. Sentía que el corazón le latía deprisa y la respiración se le agitaba. Era ella. Ella era la que había descolgado. El tiempo corría y Molly no acertaba a decir nada.
– ¿Sí, quién es? – volvió a preguntar.
– Marta, soy Molly –dijo con una voz dura, que lo expresaba todo.
Aquellas tres palabras le recorrieron la vida en un segundo. Tragó saliva. El silencio se hizo de nuevo. Ninguno de los dos decía nada. Se sentía todavía excitada y por un momento pensó en colgar, en no responderle, en dejarle claro que no quería saber nada de él. Pero algo se lo impidió.
– ¿Dónde estás? –le preguntó.
– En casa –dijo él.
Marta sintió que se estaba jugando la vida en esa llamada. Se había equivocado. Molly no era un cobarde. La había llamado y eso significaba que quería estar con ella. Había dado el paso, se había arriesgado. Ella podía haberlo ignorado, pero no lo hizo. Reconoció en la voz de Molly la demanda que sus palabras no pudieron articular. Quizá había llegado el momento de vivir lo que se negaba cada día, de darse una oportunidad, de reconocer que no quería permanecer en el mismo sitio.
– En una hora estoy allí –le dijo sin pensar en las consecuencias.
Molly colgó el teléfono. Estaba atónito. No podía creerse lo que acababa de oír. Pensó que había sido un sueño, una ilusión. Trataba de repetir la conversación para él mismo, para darse una explicación. Su angustia por no saber de Marta se había convertido en una ansiedad indescriptible por saber que iba a llegar en breve.
Marta prefirió no pensar en nada. Decidió que era mejor seguir como un autómata sus instintos y no preguntarse nada. Ni quién era, ni por qué lo hacía, ni si debía o no debía. Se dio una ducha rápida. Luego se fue a la habitación y se cambió de ropa. Se puso un tejano, el más ajustado que encontró, y una camiseta. Al mirarse en el espejo se sintió como una adolescente en la primera cita. Se recogió el pelo, se pintó los labios y se dio algo de sombra en los ojos. Lo justo, apenas lo suficiente para resaltar la belleza que durante tantos años había mantenido apagada detrás de la constante insatisfacción. Tenía ganas de entregarse por completo a su deseo. Que no era Molly, que no era nadie en particular. Era un deseo sin nombre, sin cara. Quería sentir la fuerza de un hombre dentro de ella. Quizá se estaba equivocando, pero necesitaba saberlo. Bajó a la calle con determinación, la duda no forma parte de uno cuando lo que está en juego es la vida. Tomó un taxi dos calles más abajo. Sacó su teléfono móvil y llamó a Pedro. Lo hizo con calma, estudiadamente. Se sorprendió por la frialdad con la que le iba a mentir. A él, que era policía, que estaba acostumbrado a saber cuándo la gente le mentía y cuándo no. El teléfono sonó varias veces. Pedro miró el número antes de responder. Vio que era Marta. Se sorprendió de que la llamase desde el móvil.
– Dime –le dijo todavía con un tono seco.
– He salido un rato, voy a dar una vuelta.
– Joder, pues podías haber venido con nosotros –le reprochó él.
– ¿Dónde estáis? –le preguntó.
– En la cola del cine, al final Carlitos se ha salido con la suya, no había quien le hiciese entrar en razón. Le he dicho a Alex que luego iríamos a jugar al billar y se ha conformado.
– Cuando salgáis del cine me llamas y me reúno con vosotros. He quedado con Ángela para tomar un café.
– ¿Ángela? ¿La que trabaja contigo?
– Sí. Me ha llamado y me ha dicho que iba a salir un rato.
– Bueno, como quieras, cuando salgamos del cine te llamo.
– Vale.
Colgó.
No sintió nada. Ni un remordimiento. Algo la empujaba cada vez con más fuerza hacia la traición. Creyó que esa debía ser exactamente la misma sensación que debía de tener un criminal, que sabe que está haciendo algo que no debe, pero no le importa. Al contrario. El taxi circulaba con tranquilidad. Marta acabó de retocarse con su espejo de mano. Molly la estaría esperando, quería verlo de nuevo. Quizá la vida le estaba dando una nueva oportunidad. Se dirigía en el taxi a casa de Molly y se sentía como la protagonista de una película. Creía que, en realidad, no era ella quien vivía la aventura. No podía ser cierto. Su vida era monótona, aburrida, tediosa, rutinaria. De la noche a la mañana se había convertido en una adúltera lujuriosa. Porque eso creía que era. Pero no le importaba. Prefería sentir la culpa por lo que iba a hacer, que el dolor por haber ahogado su deseo, un dolor suave y abrasador, silencioso, que se habría quedado en ella para siempre. Miraba los edificios, y pensaba en la cantidad de Martas que habría en cada una de aquellas ventanas. Mujeres que vivían en la soledad de su propio matrimonio, desgastadas, sin luz. Que se resignaban a su propia condena, y que no hacían nada por sentir el aire en sus caras, y la libertad en su espíritu. Pensó que muchas de ellas seguirían sentadas frente al televisor muchos domingos, fumando un cigarro detrás de otro, con ganas de no ser ellas, de ser las otras, las que ven por la tele, las que sueñan. 






miércoles, 13 de junio de 2012

Cristina



Cristina seguía estirada en la cama. Faltaba muy poco para que conociese a Nacho, pero ella no podía saberlo. Porque así es la vida, nadie te lo advierte. Nadie te dice: mañana vas a conocer a tal o a cual persona. Pero eso va a pasar. Y tú no lo sabes. Estás tan tranquilo ahí sentado, y no tienes ni idea de a quién puedes conocer mañana, ni si esa persona te va a cambiar la vida. No puedes saberlo y tampoco piensas en ello. Cristina ignoraba totalmente esa posibilidad. La música en los oídos la abstraía del mundo. La transportaba. Con su mano izquierda llevaba hasta su boca el cigarro bien liado. Con cada calada la marihuana accedía a cada una de sus neuronas, ni una sola se quedaba sin su dosis. Siguió fumando hasta que la colilla le quemó los dedos. Entonces apagó el porro y se tapó con las mantas. Estaba desnuda. Cuando hacía mucho frío, a Cristina le gustaba meterse en la cama después de una ducha bien caliente. Fumarse un porro y escuchar música hasta ausentarse de la vida. Entró en calor y extendió su cuerpo debajo de las mantas. Bajó su mano y se tocó suavemente. Raspaba. Le encantaba encontrar esa sensación, como una barba de dos días. Se metió ligeramente el dedo y lo humedeció. Subió un par de centímetros hasta encontrar su clítoris ya crecido. Lo acarició en redondo. Su esfínter se contrajo ligeramente. Empezó a pensar en aquellas pequeñas cosas que la encendían. Se acordó de la infancia, de cómo se escondía detrás de la puerta para ver cómo su hermana se dejaba manosear por su novio cuando sus padres no estaban en casa. Descendió nuevamente y se metió el dedo hasta el fondo. Lo humedeció por completo y volvió a llevarlo hasta donde más le gustaba. Se llevó hasta la boca el pulgar de la otra mano. Empezó a lamerlo despacio. El olor a saliva la calentaba cada vez más y empezó a pensar en su fantasía favorita, con la que más se excitaba. Era una escena ya clásica en su imaginación: ella está en una discoteca y va al lavabo, sola, porque a Cristina le gustaba ir sola al lavabo. Ha terminado de hacer pis. Se está limpiando y, al secarse con el papel, siente que se excita. Mira hacia arriba y hay un hombre con la cara cubierta. No sabe quién es. Se saca el miembro y la obliga a lamerlo. Ella se opone, ligeramente, pero él la coge con la mano por la nuca y la obliga. Ella se lo mete en la boca y lo chupa hasta que ya no le cabe. El hombre le dice obscenidades con la voz susurrante. Conoce su voz pero no puede identificarla. Sabe que es de alguien conocido, pero no puede ponerle un nombre, ni una cara. Luego el hombre hace que se levante y la gira. Todavía tiene las bragas bajadas. El hombre castiga sus nalgas con una tunda manotazos. A ella le gusta. Siente que con cada golpe se excita cada vez más. El hombre le tira de la blusa hacia atrás haciendo que los botones se arranquen uno a uno contra su cuello. Sus pechos quedan al aire y siente en ellos el frío de las baldosas. El hombre la penetra inesperadamente. Siente el miembro inmenso llenarla, hacerla gozar. En ese momento es cuando se contrae, se muerde con fuerza el dedo y junta las piernas. Las aprieta con fuerza para intensificar el orgasmo. Respira hondo. Se abandona. Luego se enreda sobre sí misma. Una pereza inmensa le recubre la piel hasta hacerla sentir inútil. En ese momento no se levantaría ni aunque se cayese el cielo.

La música seguía retumbando en sus oídos. Abrió los ojos y una luz la puso en alerta. Encima de la mesita de noche las luces psicodélicas de su móvil se encendían al ritmo de una melodía que no podía oír. Después de cogerlo miró en la pantalla y vio el texto que aparecía: Lidia.
Se quitó los auriculares y descolgó.
– ¿Cómo estás, mi amor? –le dijo cariñosamente.
– ¿Qué haces? Hace media hora que estoy llamándote. ¿No oyes el teléfono?
– Me estaba haciendo una paja.
– ¡Va! Déjate de coñas. He visto que tenía una llamada perdida tuya. ¿Me has llamado? –le dijo Lidia con tono de aburrimiento.
– Te he llamado antes por si querías venir a tomar una copa. Pero me ha salido el buzón.
– No me has dejado mensaje.
– Ya sabes que no me gusta hablar con esas máquinas, me siento estúpida.
– Estaba estudiando y prefiero apagar el móvil. Si no, no me concentro. Prefiero estudiar sabiendo que nadie puede molestarme.
– Pero a lo mejor es algo importante y no te enteras –le dijo Cristina con ganas de incomodarla.
– No seas boba. ¿Qué querías?
– He estado con Molly esta noche. Me lo he encontrado en el Marlene. Había ido a ver el partido.
– ¿Y?
– Me ha invitado a cenar.
– Bueno, y qué, ¿me has llamado para restregármelo?
– Nos ha invitado a cenar, a las dos –dijo Cristina como deteniéndose en cada una de las tres últimas palabras para subrayarlas –. Dice que va a dar una cena en su casa, y que quiere que vayamos. Puede estar bien. Le he dicho que iremos.
– Vale.
– Y por cierto, a ver si ese día te arreglas un poquito, que como sigas así te vas a quedar para vestir santos, como dice mi madre.
– Ya estás otra vez con lo mismo…
– Pero si es verdad, Lidia. Mira el otro día, aquel tío estaba como un queso, ¿y qué hiciste?, nada. Y no me digas que no te gustaba. Toda la noche de palique, bla, bla-bla, bla-bla-bla. Y al final me dices que no estabas segura. A este paso sólo vas a estar segura de una cosa.
– ¿De qué? –dijo Lidia en un tono que denotaba que no le apetecía escuchar la respuesta.
– De que nunca vas a estar segura.
– Que yo no soy como tú; que me da no sé qué.
– ¿Pero es que no te gustaba?
– Claro que me gustaba, pero… no sé, necesito más tiempo.
– Tú verás hija, no sé qué vas a hacer con todo ese tiempo que has perdido cuando no lo tengas.
– ¿Y cuando es la cena? –preguntó Lidia.
– El quince. Sábado.
– Vale. ¿Nos vemos mañana?
– En el centro comercial. Después del trabajo. No tardes. Ya sabes que no me gusta que me hagan esperar.
– Vale.
– Adiós guarra –Cristina se echó a reír, sabía cómo odiaba Lidia que se despidiese así de ella.

domingo, 10 de junio de 2012

El secreto de por qué unos bares funcionan y otros no




– ¿Te has parado a pensar por qué tiene tanto éxito este bar? Porque no deja de ser un barucho de mierda, un sitio pequeño, que huele a humo, a frito, a café, los lavabos están sucios. Pero fíjate, está lleno. Siempre está lleno. Mi cuñado, el hermano de mi mujer, ése que es tan listo, el economista, creo que te he hablado alguna vez de él, bueno, pues ése dice que un bar es el negocio de mayor riesgo. Te puede ir bien, o te puede ir mal. Y que nadie sabe por qué unos van bien y otros van mal. Que hacen estudios, ¿sabes?, estudian por ejemplo la ubicación, el número de personas que pasan habitualmente por allí, a las horas que pasan, tienen índices de actividad comercial, en fin, un montón de historias. Luego montan el bar, y bueno, no te voy a decir que tengan que cerrar, porque para eso hacen todos esos análisis, pero que no es como esperaban. Y luego, viene otro cretino, coge el bar y en dos semanas lo tiene como este. Y no es porque te den mejor café, o mejor comida o mejor cerveza. Ni porque te la sirvan antes. Nada de eso. ¿Sabes por qué es? ¿Lo sabes?
– No, no lo sé –respondió el “Caimán”.
– ¿Has visto lo que ha hecho ese taxista? El que acaba de entrar, el que está al fondo.
– ¿Se está tomando un café? –el “Caimán” sabía que era eso lo que estaba haciendo el taxista, pero también sabía que Pedro se estaba refiriendo a otra cosa, que nunca adivinaría.
– Fíjate, ha abierto el sobre de azúcar, lo ha vertido en el café, lo ha arrugado y lo ha tirado al suelo. Lo ha tirado al suelo –remarcó.
–Todo el mundo tira la bolsita de azúcar al suelo, ¿qué quieres que me levante y le ponga una multa? ¿Es eso?
– No, claro que no. Lo que te estoy diciendo es que esa es la razón por la que unos bares tienen éxito y otros no. Lo que nos gusta en realidad, sobre todo a los hombres, es que nos dejen ser tal y como somos. Es decir, unos guarros. ¿Tú tiras las cosas al suelo en tu casa? ¿Dime, tú las tiras al suelo? No, no las tiras. Pero vas a un bar como este, y si tiras el azucarillo vacío al suelo no pasa nada, y si tiras la ceniza al suelo, o la colilla, o dejas las cosas de cualquier manera, o entras con los pies llenos de barro, o con el paraguas mojado, no pasa nada. Eso te da un punto de tranquilidad, ¿entiendes? Lo que la gente quiere es sentirse libre, y cuando tu tendencia natural es la del desorden, la de no preocuparte por el desgaste de las cosas, pues es ahí donde te sientes bien. Imagínate que pones un bar. Sí, que tú ahora decides poner un bar. Y te gastas una pasta. Porque no es barato poner un bar. Te has matado para que te den un crédito, que ni siquiera sabes cómo vas a pagar, y pones un bar. Abres, lo tienes todo impoluto, no vas a abrir un bar y lo vas a tener sucio el primer día, porque la gente diría: si tiene el bar así el primer día, imagínate cómo debe ser ese tío. Entra un tío. El bar está limpio, a estrenar, es el primer tío que entra al bar y te pide un café. Tú se lo sirves. El tío no sabe qué tiene que hacer. Lo normal es que no tire nada al suelo, ni siquiera la ceniza. Si se le cae un poco de ceniza el tío se va a sentir mal. Porque sabe que el bar está impoluto, y si se le cae, si por casualidad se le cae, a ti no te va a gustar, le vas a mirar mal. Es tu bar y no quieres que nadie te lo ensucie. Pero para eso están los bares, ¿entiendes?, para que los manches sin que nadie te diga nada, sin que nadie te moleste, ni se moleste porque tú los uses a tu manera. Y si no, mira las grandes cadenas que funcionan, por ejemplo MacDonalds, no hay sitio más guarro que ése. Por el suelo te encuentras de todo. La gente va allí y sabe que no importa lo guarra que sea, no importa. Por eso tienen éxito. A la gente no le gusta estar en un sitio y que tenga que estar mirando si se comporta de tal o cual manera. Lo que quiere es estar a su rollo, no prestar atención a esas cosas. Por ejemplo. Tú estás comiéndote tu bocadillo, y te vas a tomar tu café, lo que quieres es que el camarero te pregunte si quieres café y te lo traiga, no quieres que venga y te limpie la mesa. ¿Por qué? No porque te guste que tu mesa esté sucia, no, es porque si el tío viene y te la limpia te está diciendo que no le gusta que le manches su bar. No te gusta que el camarero limpie tu mesa mientras tú estás aquí, o se dedique a recoger lo que tú has tirado. Porque aunque te parezca bien comportarte como un guarro no te gusta que te lo digan. Claro que no. Eso te humilla, y no te gusta. Lo que quieres es venir, tomar lo que te tengas que tomar y luego irte. Ya está. Es sencillo. Por eso muchos bares no tienen éxito. Porque están todo el día encima con lo de la limpieza, no te dejan tranquilo. Cuando entras y te limpian la mesa, eso está bien, porque están limpiando lo que otros dejan. El mensaje está claro: “usted no se preocupe, señor, que lo que otros ensucian nosotros lo limpiamos. Usted manche lo que quiera que nosotros no le vamos a decir nada, y cuando se vaya, limpiaremos lo que usted ha ensuciado, cuando usted se vaya, para que no se sienta mal”. Ese es el puto mensaje que te hace sentir bien. Si entras a un bar y te sientes bien, vuelves. Si no, no. Es sencillo. Aunque mi cuñado no cree mucho en esta teoría. Le he dicho que por qué no la prueba, que por qué no hacen estudios sobre esto. Se echa a reír, sí, aunque no te lo creas, se echa a reír, el muy cabrón. Como si no tuviese ni idea de lo que estoy diciendo. Se cree que porque ha ido a una puta universidad ya lo sabe todo, que… en fin, que lo que la gente de la calle pueda saber no tiene ningún valor.
Juanjo, el “Caimán”, miraba con la boca abierta, tratando de encontrar un argumento en contra de lo que le estaba diciendo su compañero. No es que estuviese de acuerdo. Pero como siempre, le pillaba por sorpresa. Nunca se había parado a pensar por qué unos bares tienen éxito y otros no. Bares bien situados y bonitos, que sirven buena comida, cierran por falta de clientes. Y otros, con un servicio peor y con comida de peor calidad estaban siempre hasta la bandera. Trató de mantener la argumentación de Pedro desde el principio en su cabeza, que pese al tamaño no daba para almacenar mucha información. Siguió haciendo rodar el palillo que tenía en la boca mientras se recostaba contra el cristal de espaldas a la calle. Tiró el palillo al suelo y se encendió su puro, el único que se fumaba al día, el de después de almorzar. 

martes, 5 de junio de 2012

¿Tú me quieres?


Ella apagó el cigarro y fue a lavarse los dientes. De lejos se oía a los niños que todavía no dormían en su cuarto. Pedro estuvo a punto de ir a reprenderlos, pero esperó. Marta no tardó en regresar, se metió en la cama y dejó la luz encendida. Hizo ver que también leía. Un silencio expectante mantenía a Pedro con la mirada dividida entre lo que leía y su mujer. Sabía que no tardaría mucho en dejarle caer alguna. Marta pasaba las páginas de su revista casi sin prestarles atención. De vez en cuando miraba a Pedro, que trataba de simular que no se percataba. La voz de Marta sonó como una losa.
– Pedro, ¿tú me quieres?
Pedro sabía que no era una pregunta banal. Que detrás de aquella pregunta podía esconderse el más retorcido de los enigmas. Trató de ganar tiempo. Buscó en su memoria la respuesta adecuada, la que mejor resultado le había dado en otras ocasiones. Pero su memoria le recordó de inmediato que nunca había una respuesta adecuada. Lo que había dado resultado en alguna ocasión había sido totalmente nefasto en otra. Decidió que lo mejor era ser sincero, hablarle desde el corazón. Cerró su revista y se giró hacia ella como si fuese a decirle lo más importante que jamás le hubiera dicho. Puso una voz profunda, como de locutor de radio a las dos de la mañana y le dijo:
– Claro que te quiero. Te quiero mucho.
– ¿Y cómo lo sabes?
En ese momento, en ese justo momento Pedro supo dos cosas. Una, Marta estaba tratando de decirle algo y lo disfrazaba de pregunta. Dos, la cosa no acabaría bien.
– ¿Cómo que cómo lo sé? Pues no sé, esas son cosas que se saben. Se saben y ya está.
– Sí, ¿pero cómo puedes estar tan seguro?
– Pues estando seguro. Vamos a ver, ¿es que crees que no te quiero? –le preguntó Pedro tratando de llevar la patata caliente al otro lado.
– Yo creo que sí, pero a lo mejor creo que me quieres y en realidad no me quieres.
– Pero cómo no te voy a querer, mujer, si tú y los niños sois lo más importante para mí.
– Pero yo no te estoy preguntando eso, te estoy preguntando si todavía me quieres a mí, como mujer.
– Ya te he dicho que sí, pero ¿a qué viene este interrogatorio? Te he dicho que te quiero, y te quiero, ya está –trató de concluir Pedro en un tono que denotaba que su paciencia estaba al límite.
– Si me quisieras no me hablarías así.
– Está bien, lo siento. Pero es que no sé cómo hacerte entender que sí te quiero. No sé, es, es, no sé. Te quiero, ya está. Es sencillo.
– Sí pero a lo mejor tú crees que me quieres y en realidad no me quieres.
– Ya, o sea que yo creo una cosa y en realidad es otra. Es decir, que yo creo que me gusta la tortilla de patatas y en realidad no me gusta, pero me la como. Yo creo que me gusta una cosa y luego resulta que es otra ¿No?
– Pues si me vas a comparar con una tortilla de patatas, ya me dirás tú a mí lo que me quieres –se quejó ella.
– Desde luego es que contigo es imposible. ¿Tú crees que los niños te quieren? Dime, ¿tú crees que te quieren?
– Pues claro, de eso no hay duda.
– Ah, de eso no hay duda, y ¿por qué? –preguntó Pedro intentado llevarla a lo absurdo de su planteamiento–. Porque a lo mejor creen que te quieren pero en realidad no te quieren.
– No digas tonterías, al final siempre quieres tener razón. Y no la tienes.
– ¿Qué yo siempre quiero tener razón? Pero qué razón. Lo que no es normal es que quieras confundirme de esta manera. Que me vengas a estas alturas a ver si te quiero o no.
– Yo no quiero confundirte, lo que quiero es que pienses un poco más en mí. Creo que dices que me quieres, pues porque sí, porque es lo que toca, pero no sé, yo no lo noto. A veces creo que en realidad no me quieres, que estás conmigo por pura inercia, que no sé, que no sientes nada por mí.
– Lo que deberías hacer es no darle tantas vueltas a las cosas, estamos juntos y te quiero, y ya está. No es tan complicado, ¿no?
– La verdad es que tú nunca quieres enfrentarte a los problemas. Cuando te pregunto que si me quieres, es porque en realidad no lo siento, no siento que, que, pues eso, que me quieras, por eso te lo pregunto. Y encima te pones que parece que te estoy acusando de algo.
– Yo no me pongo de ninguna manera, lo que te digo es que no sé a que viene tanta historia con si me quieres o no me quieres o no sabes que me quieres o crees que lo sabes pero cómo sabes que lo sabes. Te quiero y ya está ¡joder! Para mí es bastante sencillo. ¿Y tú, me quieres?
– Claro que te quiero, ¿tú tienes alguna duda de que yo te quiero?
– No –dijo Pedro rotundo.
– Ves, pues yo sí, tengo dudas de que me quieras. Por eso no sé si me quieres de verdad o no. Porque si me quisieras de verdad no tendría dudas ¿no?
 Pedro se quedó callado. Sabía que era imposible llegar a un punto de comunión que los dejase satisfechos a ambos. Lo que era cierto es que Pedro la quería, la quería con locura. Pero Marta tenía dudas. El convencimiento acerca del amor de su marido estaba minado de raíz. Dudaba. Y la duda le hacía cuestionarse su propio amor. Pensó en los niños, pensó en Álex y en Carlitos. Eso la ayudó a tranquilizarse. Dejó la revista en la mesita de noche y se durmió. Se durmió plácidamente. A Pedro le costó horrores.

domingo, 3 de junio de 2012

Por qué la gente pide zumo de tomate


– Quizá tengas razón. La gente es un poquito rara.
– ¿Rara? ¿Me estás diciendo que la gente es un poquito rara?
– Sí. Rara ¿qué pasa?
– ¿Tú tomas zumo de tomate?
– ¿Zumo de tomate? ¿Qué coño dices?
– No, no, contéstame, ¿tú tomas zumo de tomate? ¿Sí o no?
– No lo sé, supongo que sí, alguna vez, no lo sé, ¿a qué viene eso ahora?
– No te estoy preguntando si lo has tomado alguna vez, te estoy diciendo que si tú entras normalmente en un bar y le dices al camarero: Un zumo de tomate, por favor.
– No. No es lo que hago habitualmente.
– Claro, no es lo que haces habitualmente. ¿Y conoces a alguien que normalmente vaya al bar y pida un zumo de tomate?
– No, tampoco. ¿Pero qué mosca te ha picado ahora con lo del zumo de tomate?
– Ni tampoco es normal que estés en un bar y la gente se pida un zumo de tomate. Ni siquiera creo que recuerdes a alguien que lo haya hecho alguna vez.
– Pues no. O sí. No lo sé, no me acuerdo.
– Pero tú te subes a un avión y, cuando pasa la azafata con las bebidas, siempre hay un tío a tu lado que se pide un zumo de tomate. ¿Entiendes? Eso nunca pasa en tu vida normal. Tienes que coger un avión para ver cómo un tío se pide un zumo de tomate. Y es lo más normal, oye. Ahora, que no te pidas tú un zumo de tomate en el bar de Paco. Porque encima tienes cachondeo para unos cuantos días. Además, estoy seguro de que esos que se piden el zumo de tomate, en el avión, digo, no se lo piden nunca en otra parte. Estoy seguro. O sea, deben de estar pensando en el zumo de tomate incluso antes de subirse al puto avión. ¿Y para qué? Para estar en el puto pedestal. Esa es la cosa.
– ¿En el puto pedestal? ¿A qué coño te refieres? –preguntó el Caimán cada vez más harto.
– Me refiero a que la gente nunca se conforma con lo que tiene. Y como no puede conseguirlo, aparenta. Eso es todo. Sí. Eso es todo. O sea, imagínate un tío que se sube por primera vez a un avión. A un avión, ¿me entiendes? O sea, el tío no se ha subido nunca a un avión, está con los ojos como platos. No pierde detalle. ¡Macho, a un avión! Él lo sabe. No cualquiera se sube en un avión. Si no, él ya lo habría hecho. El tío que tiene delante se pide un zumo de tomate. Porque claro, está pendiente de todo lo que puede. Resulta que sólo a su alrededor hay tres tíos que se han pedido un zumo de tomate. Eso es lo que le extraña. Nadie se pide un zumo de tomate, pero ahí, justamente ahí, cuando coge un avión la gente se toma un zumo de tomate cuando pasa la azafata. ¿Sabes lo que pasará? ¿Lo sabes?
– No, no lo sé.
– Que cuando coja el avión de vuelta se pedirá un zumo de tomate. Y a lo mejor no lo ha probado nunca. Ni siquiera tiene la más mínima idea de qué sabor tiene el zumo de tomate. Pero se lo pedirá. Porque eso es lo que marca la diferencia, la diferencia entre los que normalmente se suben al avión y los que no. Y el tío quiere aparentar que coger un avión es para él lo más normal del mundo ¿Entiendes? Por eso se pedirá un zumo de tomate. Y cuando lo tenga en la mano, mirará a su alrededor, para comprobar si la gente se ha dado cuenta, él también toma zumo de tomate. Aparentar. Esa es la manera en la que vive mucha gente. Aparentando.
– Aparentando –repitió el Caimán mientras arqueaba las cejas y ponía boca de pez. El gesto le estiró la cara haciéndole más grande el mostacho.
La emisora del coche sonó de repente: “Zona seis, zona seis, a todas las unidades, hemos recibido una llamada de alarma. Se está cometiendo un robo en la joyería de la calle Norete, acudan de inmediato, repito, calle Norete, joyería Ázaro”. El Caimán encendió las balizas y el coche salió de inmediato del semáforo. Varios transeúntes se volvieron al oír el chirrido de las ruedas.
– Me cago en la puta, con lo tranquila que teníamos la tarde –dijo Pedro preparándose para entrar en acción.

Fragmento extraído de "La Otra Parte"