sábado, 17 de diciembre de 2011

Como los ángeles



Yo nunca la vi entonces, ni puedo decir tampoco cómo la imaginaba a mis nueve años; pues, por mucho que me dijera Cándido que brillaba como el candil recién prendido y que se le aparecía cuando menos lo esperaba, nunca le creí una palabra, ni jamás pensé que acabaría preguntándome si, en realidad, era yo el que no quería ver lo que él siempre tuvo al alcance. Me decía, con su voz aflautada y áspera a la vez, quizá fuera porque acostumbraba a hablarme de ella en susurro y lleno de entusiasmo, que en las noches de verano entraba por la ventana abierta y, sin saber cómo, él se despertaba de inmediato y la veía danzar a su alrededor unos instantes. «Tiene el pelo largo, muy largo, y rubio y se mueve muy rápido», me decía, sin que yo le prestase verdadera atención, pues siempre lo creí un iluso o acaso un ingenuo que no sabía distinguir su propia ensoñación de la realidad. Cándido fue siempre un buen niño, y en sus ojos hundidos por la redondez de su cara lucía siempre una bondad infinita que quizá nunca nadie llegó a comprender.

Me contó que una noche (en la que había tenido que esconderse en el desván para que su padre, siempre borracho, no le pegara), cuando más triste y solo se sentía, ella llegó y lo besó dejándole para siempre el intenso sabor de las fresas maduras en los labios. Yo creo que fue aquel día cuando se volvió loco y, por mucho que quise disuadirlo de sus atolondradas ideas, no lo conseguí. Tanto se empeñó, que no fueron pocas las veces en que, cuando moría la tarde, nos adentrábamos temerosos en el bosque y esperábamos a hurtadillas a que Dulcina (así la llamaba él porque decía que olía a flores y porque era tan dulce como la miel), se dignara a sacarme de mi incredulidad. De nada sirvieron tan innumerables e infructuosas esperas pues jamás la criatura hizo acto de presencia, si es que verdaderamente existía aquel ser más allá de su imaginación y de la pureza de su corazón.

La última vez que lo vi, antes de que lo encontraran muerto, fue la tarde de su cumpleaños. Decía que ella llegaría a traerle un regalo y que si me quedaba escondido detrás de la puerta, al final, podría verla. Y así lo hice, pero ella no llegó en toda la tarde, ni luego, cuando el sol ya se había perdido en el horizonte tiñendo de tintos y naranjas el cielo esponjoso del final del verano. Quizá debí haber advertido el deseo enfermizo en sus ojos de ir a buscarla desesperadamente, pero en mi mente de niño no alcancé a vislumbrar que detrás de su decepción podía esconderse un deseo tan febril. “Algún día la verás, te lo prometo”, sentenció antes de marcharme, y esas fueron las últimas palabras que le escucharía decir.

Apareció dos días después en la cueva de San Blas, a ocho kilómetros del pueblo, gracias a los perros de un cazador huraño y maloliente que vivía cerca de su casa. Se cuenta que cuando lo encontraron, más que muerto, parecía dormido, y que en su cara se dibujaba una sonrisa sempiterna y feliz. Lo que más le llamó la atención al médico fue que, después de dos días perdido y a la intemperie, su aspecto fuera pulcro e inmaculado como jamás lo había sido antes. No hay nadie que cuente la historia de Cándido sin que, tarde o temprano, acabe diciendo que durante todo el tiempo que lo velaron, olía como los ángeles.

Durante muchos años pensé en él, casi todos en los que aún fui niño, y siempre esperé a que alguna noche apareciera también como una estrella caída del cielo y me despertara con una luz mágica y revoloteara a mi alrededor, quién sabe si feliz por encontrarse ya en el mundo del que quizá nunca debió salir. Con el tiempo, Cándido se fue diluyendo en mi recuerdo y sus rasgos, que tan claramente definían su cara oronda y amable, se resistían a emerger en mi memoria por más que yo lo intentase. Así fue como dejó de estar presente en mi vida y pasó a ser una vaga y débil reminiscencia, quién sabe si verdadera, pues la memoria tiende a jugarnos malas pasadas, y no son pocas las veces en las que llenamos de color con pinceladas de deseo y bondad el cuadro de nuestra infancia. Y así ha sido durante todos estos años, en los que he vivido ya como un adulto lleno de responsabilidades y de trabajo y de rutina y de desánimo, hasta esta mañana. Al despertar, lo primero que me ha venido a la mente ha sido la clara imagen de su rostro, perfectamente definida, con una nitidez impropia del recuerdo y de una memoria cada vez más desgastada por haberla llenado de cosas inútiles. Me he incorporado en la cama, prestándole toda la atención que he podido a mi figuración, tratando de que no se desvaneciera y, por un momento, he deseado que apareciese mariposeando a mi alrededor. «Se te va a hacer tarde», me ha dicho mi mujer al ver que no me levantaba, «¿Te pasa algo?», me ha insistido aún con la voz pastosa. Con un leve gruñido me he puesto en pie y he empezado uno de tantos días llenos de tedio para pasarlo en una oficina en la que ya llevo demasiados años. He estado durante toda la jornada algo distraído, sin saber dónde encontrar nada y sintiendo que cada cosa que hacía carecía en realidad de sentido. Todo me ha parecido raro durante el día, incluso las caras de mis compañeros, tan consabidas, se me antojaban algo picasianas por momentos. De regreso a casa, muy cansado por la falta de energía con la que he afrontado la jornada, es cuando ha ocurrido lo inimaginable. Mi respiración era tranquila y sosegada mientras permanecía amodorrado en mi asiento del último vagón del metro. Un niño se me ha acercado y se ha colocado frente a mí. Debía de tener unos diez u once años, yo ni siquiera me había fijado en que estuviera en el vagón. Al principio no he reparado en él, ni en su rostro rechoncho ni en sus ojos también hundidos, ni en su pelo laceo y veteado de ocres. Ha sido luego cuando he tomado conciencia de todos esos detalles, pues el niño parecía estar esperando algo por mi parte y se me ha quedado mirando fijamente, quizá a sabiendas de que, antes o después, habría de fijarme en él. ¿Me habría confundido con otro? ¿Estaría perdido?

Le he preguntado si le pasaba algo, y me he acordado entonces de las palabras de mi mujer antes de levantarme, y también de la imagen tan vívida del rostro de Cándido esa mañana, que por un momento, sin poder evitarlo, he superpuesto al rostro rollizo del niño del metro. Pero él no ha contestado, ni ha hecho una sola mueca, ni siquiera un gesto que me haya servido de respuesta. Alguien ha venido entonces y lo ha tomado de la mano. Ha sido una mujer joven, quizá demasiado para ser su madre, no excesivamente alta, pero sí de una belleza impropia de los tiempos que corren, pues, durante los breves instantes que nos hemos mirado, su tez se me ha antojado refulgente, y su melena larga y sedosa, de un rubio seráfico. Desprendía un aroma afrutado e intenso y una única palabra, que ha brotado de sus labios, me ha permitido escuchar una voz melosa y sensual: «Perdone», ha dicho dibujando una sonrisa hipnótica que me ha paralizado por completo. He querido responder, pero me ha sido imposible articular un solo sonido. Ambos se han dirigido entonces hacia la puerta y, justo antes de que se bajaran, el niño, con un gesto lleno de complicidad, me ha lanzado una mueca de triunfo, y me ha mirado con los ojos llenos de satisfacción. Sin poder evitarlo, su rostro me ha parecido ya otro, no el suyo, sino el que tan vívidamente me había despertado esa misma mañana. Antes de que se bajaran del vagón he tratado de reaccionar, como si de pronto todo hubiera cobrado sentido. Pero las puertas se me han cerrado a escasos centímetros y tan sólo los he podido ver menguar desde el cristal, que he golpeado con rabia, y, ya a lo lejos, he creído que, más que caminar, levitaban. 

Cuento publicado en la Agenda de las Hadas (2009). Ediciones Obelisco Cubierta delantera

domingo, 11 de diciembre de 2011

Bajo el propio nombre



Desde bien temprano, antes de llegar al cementerio, ha estado paseando por el pequeño pueblo sin que los pocos que lo han visto lo hayan reconocido. Se ha detenido con un gesto amable unos instantes frente a la casa en la que de niño compartió tanta felicidad; pero alguien lo ha mirado desde dentro con gesto huraño y ha proseguido su camino. Las imágenes percuten la conciencia del pobre viejo en el que se ha convertido, especialmente ahora, mientras se encuentra de pie frente a su propia tumba y lee su nombre esculpido en la lápida que un día su madre eligió para él. Lleva un largo rato contemplando la fotografía macilenta y algo encorvada que, detrás del cristal, inmortaliza quién fue. ¿O ya no te acuerdas?

Un viento impropio del mes de julio hace cimbrear las ramas de los árboles en la vereda del río, ¿serán las voces de los muertos que no soportan tu presencia? Deberías callarte y no decir nada, así has hecho durante todos estos años. Pero algo te ha traído hasta aquí. ¿La culpa? No se puede vivir con culpa. No con la intensidad con la que tú has vivido. ¿O quizá sí la tuviste entonces? Tampoco. Entonces tuviste miedo, mucho miedo, como ahora. Deberías darte la vuelta y acercarte ya al río. Las manos del viejo se refugian en los bolsillos de su pantalón instintivamente y su cuerpo se encoge como si buscara cobijarse y ponerse a resguardo de un frío que no existe, quizá lo tienes dentro, anidado en los huesos, lleva ahí más de sesenta años. «Unos mueren y otros nacen, pasa todos los días», se justifica.

También aquella mañana, alguien murió y alguien nació. «No lleguéis tarde para el almuerzo», les había dicho su madre, y él y su hermano salieron de la casa con júbilo vacacional, pletóricos en la calurosa mañana para darse un chapuzón, como otras tantas veces, en el río. El agua está helada pero no importa, no se tiene frío a los catorce años ni cuando un veneno gélido y pastoso fluye por tus venas. El joven Adriano chapotea mientras su gemelo, Santiago, se sumerge para agarrarlo por los pies y lo hunde bajo la corriente en un juego que se repite una y otra vez. Siente que el mundo deja de existir ahí abajo, como si nada importara una vez que desaparece bajo el agua. ¿Acaso es él quien me coge y me sumerge o soy yo quien lo sumerge a él? ¿Qué nos diferencia, además del nombre? Adriano, Santiago; Santiago, Adriano. ¡Qué importa! Lo que importa es que él la tiene a ella, y yo no, esa es la verdadera diferencia; es él quien sentirá el roce de sus labios y quien se refugiará en sus caricias; es él quien vive y yo quien muero tan sólo de pensarlo. No es el nombre lo que nos distingue, ni el rostro, ni una sola parte del cuerpo; pues él tiene mis ojos y yo, a la vez, tengo los suyos. Vuelve a la superficie y ahora es él el que está arriba y somete con fuerza y maña la cabeza de Santiago. ¿Cuánto vale un segundo?

El viento zumba con más intensidad y aturde la mente renqueante de Adriano, ¿o deberías decir Santiago? Ese, al fin y al cabo, es el nombre al que has respondido todos estos años. «El amor también está hecho de mentiras», se repite una y otra vez, ya con lágrimas en los ojos, recordándola, «y en todo este tiempo, no he podido amar más intensamente». Sus dedos temblorosos acarician el cristal que protege el nicho, como queriendo llegar al que fue su rostro, ya perdido para siempre en el olvido. Le lanza un beso a la fotografía que no ha logrado tocar y vuelve a meterse las manos en los bolsillos. El nudo en la garganta le impide decir cualquier cosa que quiera; se da media vuelta torpemente y se encoge de nuevo para dirigirse al río. Sus pasos hacen crujir la arena bajo los pies cansados. Sólo soy un viejo que ha venido a despedirse. En cuanto se vaya de este mundo su secreto se esfumará y nada en realidad habrá ocurrido nunca. Nada permanece ni dura si no trasciende. Le alcanza con nitidez el olor a hierba y el rugir de las aguas a medida que se acerca al río. Le ha llevado más de media hora pese a la cercanía, también más de medio siglo, llegar hasta aquí. Los árboles, que han dejado de quejarse, como si anticiparan que va a rendirles tributo, presiden litúrgicamente el serpentear de la corriente. El sol está alto y abrasa la nuca del viejo, por largo rato sentado frente a la ribera que pronto se lo tragará en silencio. Ahora suda mientras descansa en el lugar en el que aquella lejana mañana de juegos esperó a que ella llegara. Begoña tardó más de lo previsto. ¿O fue el tiempo que se te hizo eterno? La recuerda con claridad contoneándose a lo lejos sobre su caminar sinuoso y coqueto. Recuerda su cara desencajada al ver el cuerpo de su hermano, inane y derrumbado sobre la hierba. ¿Iría a preguntarle por qué lo había hecho? Pero nada de eso dijo, ni lo insinuó jamás en todos los años que pasaron juntos. Atrás quedó la lucha, el deseo jamás revelado, y el hermano muerto bajo el propio nombre.

Adriano se descalza y deja, con sumo cuidado, los Forzieri de hebilla hechos a mano que ella le ha regalado antes de morir. ¡Dios Santo, si tan sólo hace unos días que paseábamos de la mano! La hierba, que aún conserva el frescor de la mañana, alivia los pies del viejo mientras se dirige a la orilla. Antes de adentrarse en el torrente, se vuelve por última vez y, entre la música mimosa de los ruiseñores invisibles, le parece que aún la ve acercarse con su contoneo alegre bordeando la ribera.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Que la espera no desgaste mis sueños



Mario Benedetti.
De "Hombre que mira a través de la niebla"
Poemas de otros (1973-74)





He querido que esta primera entrada en El futuro real esté dedicada a las muchas personas (aunque apenas rocen la centena, para mí son muchas y muy importantes), cercanas unas, prácticamente desconocidas otras, que han leído alguna de mis novelas y cuentos, que han tenido unas palabras que dedicarme, un comentario de aliento que hacerme, un elogio que brindarme o simplemente una sonrisa con qué reconfortarme.




No he tenido la iniciativa de hacerlo de forma pública en estos nueve años que llevo escribiendo (no sé muy bien con qué finalidad ni objetivo, más allá de no dejarlo de hacer nunca, en la mayoría de las ocasiones por puro deleite y a la vez sin descanso, no deja uno nunca de escribir cuando la vida se observa desde la mirada de la ficción), desde que en el 2003 empezara a escribir mi primera novela, La mirada ajena. Me sentí tremendamente satisfecho e ingenuamente estimulado a publicarla en cuanto la terminé, al año siguiente y (pretenciosamente) pensé que no tardaría en hacerlo: era un momento en que todo se vendía (y no me refiero sólo a la literatura) y cualquier obra podía arrasar en las listas de los más vendidos, el Código da Vinci no tenía rival y yo era un bisoño escritor que, como muchos (no sé cuántos miles habrá en España), pensaba que bastaba con escribir algo decente para conseguir una publicación.

Obviamente, después de ocho años sin haber publicado ninguna de las tres que llevo escritas, soy consciente de lo tremendamente difícil que resulta que un editor se interese por la obra de un autor desconocido. No por ello he dejado de escribir y no creo que vaya a dejar de hacerlo jamás, me resulta impensable vivir sin el horizonte estimulante de lo que voy a contar hoy, mañana y también el año próximo. Estos años sin publicar ficción me hacen tomar conciencia, por suerte, de que publicar no es lo que en realidad me estimula a continuar con mi tarea (de otro modo ya habría dejado de hacerlo) sino el honroso y legítimo deseo de dejar por escrito los mundos y personajes que voy creando, con los que tanto disfruto y con los que tanto aprendo. Siento que lo que escribo forma parte de una obra a la que me debo y a la que no quiero renunciar.

Sin embargo, sí he publicado otras obras, —aquel ímpetu inicial me trajo una primera propuesta de libro por encargo (Pilates para principiantes), y luego tres más (Aprenda a decir NO, Entrena tu cerebro y Las claves del 2012, publicado este último bajo el pseudónimo de Alexander Fowler)que me hacen sentir un privilegiado, entre otros muchos de esos miles, por haber contado con la confianza de un editor. Es por ello que agradezco a Ediciones Obelisco, a su editor, Julio Peradejordi, y muy en especial a Ana Mañas, amiga donde las haya, que me abrió las puertas de Obelisco, la oportunidad que me dieron.

Quiero que este espacio que hoy inauguro, sea un lugar en el que poder ir reflejando mis impresiones y opiniones sobre lo que me rodea y me interesa: la literatura, el cine, la gente, las formas de vida, los deseos, las inquietudes, etc. en el que muchos os podáis asomar para encontrar una mirada distinta, una reflexión que quizá estimule otra, o simplemente una voz cercana con la que compartir argumentos.

Quiero que este espacio que hoy inauguro sea un lugar que haga que la espera no desgaste mis sueños y que la niebla, no llegue a mis pulmones.

Os espero a todos; y a todos, muchas gracias.

José Matas Crespo