Una inquietante exploración de lo insólito.
Daniel Jándula me pidió que le presentara su
nueva novela en la casa en la que vivió Carlos Barral, hoy casa museo, en
Calafell; un lugar mágico, impregnado de una esencia inconfundible que le llega
desde el mar, habitualmente plácido, y que se deposita en las paredes hasta
agrietarlas. Me halagó la petición. Desde hace un año compartimos tertulia
radiofónica una vez al mes, además de cafés y risas. Pero esto es serio. Yo,
que no estoy avezado en presentaciones, que apenas me estreno, siento tanta
responsabilidad como ganas. Ganas de leer a Daniel Jándula, un autor del que ya
se dijo, en una mítica serie de televisión, que daría mucho de qué hablar.
Para quien no lo conozca, o lo conozca pero
no lo haya tratado, Dani es un tipo de aspecto afable y humilde, acogedor. Su
mirada soslayada, tímida, de niño que mira sin querer ser visto, atrae de forma
magnética, como un agujero negro. Su manera distendida, hogareña, de estar en
el mundo, le confiere un aire de bondad incuestionable, casi infinita, y al
mismo tiempo trasmite, con esa mirada, la serenidad inquieta del que sabe mucho.
Tanta erudición lo hace irrumpir en inesperada carcajada numerosas veces,
cuando de tanto saber, asombra. Por eso tengo ganas de leerlo y de ver hasta
dónde es capaz de llegar. No vengo sin expectativa.
Lo mejor es cuando recibo el ejemplar, Tener una vida, y, conteniendo la
respiración, siento que algo se ha movido en mi interior. El título es bueno,
muy bueno: cuestiona, sacude, casi aturde. Son sólo tres palabras sencillas,
pero el tsunami ya se ha desencadenado. No está bien que alguien te obligue a
revisar tu vida de forma tan inesperada. ¿Qué quiere decir tener una vida? Me
voy directo al arranque: «En la pared del salón de mi casa hay un agujero que
no deja de crecer». La frase es demoledora, de escritor grande, pues sitúa al
lector en la historia sin preámbulos ni consideraciones, un derechazo
imparable. «Es del tamaño de una manzana. Anoche, antes de irme a dormir, probé
a soplar un puñado de harina en su interior: la voluta quedó en suspensión por
unos segundos, y luego se dispersó en minúsculas migajas que marcharon
obedientes hacia el borde del agujero, trazando una ensayada espiral hacia el
centro». Ya no hay lugar a dudas, estamos ante un narrador con clase, que sabe
lo que se hace. Palabras sencillas y nada pretenciosas, al alcance de
cualquiera, pero con una mirada única, al alcance de muy pocos. En ese arranque
está todo: el desencadenante (mordaz), el conflicto (insólito), el tono
(intimista) y el punto de vista (analítico).
Así despierta el personaje el día que se
queda dormido y pierde su vuelo a Argentina —por cierto, un vuelo que nunca
llegará a su destino—. Ambas cosas las encaja sin conmoción ni sobresalto. Pronto
sabemos que este personaje está tan vacío como el piso que está dispuesto a
abandonar —el piso ya es sólo un resto, la carcasa que una vez contuvo una
historia, la de él y Lidia—: “Mi vida durante estos días es un acertijo. Es
como si solo pudiera mirar el mundo a medias y mi humanidad se perdiera a
sorbos, o como si me estuviese volviendo transparente”. Ha renunciado a su
trabajo de funcionario, estable y seguro, porque “algo no iba bien en esa
aspiración a tener un empleo fijo, un modo de comportarse previamente
establecido y una seguridad comprada para el resto de la vida”.
Con esa mirada desleída, casi gris, pero no
menos punzante, el lector se adentra en una historia introspectiva, intimista,
profunda, emotiva, poética, de lo que supone crecer, tomar decisiones, amar,
perder. Quizá sea ese el reto que nos propone el autor, un acertijo insondable,
una mirada apacible hacia el juego macabro que supone tener una vida y no saber
qué hacer con ella.
En Tener
una vida la vida es verbo, la vida es respirar, como respira el texto, en
cada párrafo, con elegante pero sobria prosa, sin aspavientos ni
sobreactuaciones, un paseo tranquilo y deseado, porque tener una vida es
caminar, es alimentar y es llenar, pero también es esconder. ¿Qué esconde este
personaje que de tan impasible asusta? Tener
una vida es recordar, es mirar hacia el lugar de origen, revisar la
infancia, mirar a los padres que una vez fueron, contemplar el lugar en el que
uno se ha criado, en el que se han consolidado las ambiciones y los miedos.
Las páginas vuelan al mismo ritmo que crece
el agujero. Éste no deja de comer lo que le interesa, selectivamente, de cuanto
–poco– queda ya a su alcance: la nevera o el cortaúñas, para dejar huecos en el
hueco. Engulle lo más inopinado, ante el asombro impasible del narrador –por
momentos uno tiene la sensación de que el tiempo se le ha detenido dentro–. Y,
de repente, intuyo la estructura fractal de la novela y su magnetismo
hipnótico, como si ésta fuera el crepitar de una hoguera o el incesante rugido
del mar.
Un freudiano diría que, en la fábula
construida, el narrador ansía volver al útero materno y regresar, a través de
esa vagina simbólica, a la no existencia. Quizá un psicoanalista lacaniano
consideraría al agujero como el reverso del «a» minúscula; por así decir, como
el objeto causa del no-deseo, que sume al narrador en una desapasionada
existencia, el agujero como la inesperada divergencia de lo real, lo imaginario
y lo simbólico; un espacio sin materia, un lugar en el que el sujeto no mira,
sino que se mira mirar. Pero esto supondría desvirtuar la historia, simplificar
la profunda construcción que supone Tener
una vida y renunciar al deleite de saborear sus páginas, como si cada una
de ellas fuera a la vez página y obra al completo, una estructura fractal que
traspasa realidades, que ya no intuyo, sino que confirmo al observar
detenidamente la fotografía en la que aparecemos los dos, con la portada en
primer plano y un agujero incipiente en la pared, al fondo, con clara intención
de devorar al autor, sin que ni él ni yo seamos conscientes, ni siquiera
notemos su presencia. Y así caigo en la cuenta de que la obra en sí misma es un
agujero que devora al lector, que lo atrapa irremediablemente desde la primera
hasta su gloriosa última frase.