“Tengo para mí que cuanto más
libre es una novela en su concepción, cuanto más desenvuelto es quien la
escribe cuando la escribe (…), cuanto más dispuesto está a contar a su manera
(esto es, lo que le venga en gana, como le venga en gana y en el orden en que
le venga en gana según sus propósitos y su plan), con más probabilidades
contará su novela de durar y de ser leída una y otra vez, porque en ella habrá
siempre algo nuevo o cambiante que descubrir o comprender.” [Javier Marías.
Literatura y fantasma. Alfaguara. Madrid (2001)]
Esta es la sensación con la que
me quedo después de haber terminado Fiebre;
la de haber asistido a una novela libre en su concepción de principio a fin, en
la que su autor, Matías Candeira, del que se ha dicho que ha dado el “salto a
la novela” (como si lo anteriormente escrito por él tan sólo hubiera sido un
tanteo, una aproximación, unas cuantas piscinas antes de aventurarse a surcar
los mares), nos conduce a un viaje en busca del padre.
Candaya Narrativa 36
ISBN 978-84-15934-17-2
352 págs.; 21 x 14 cm / PVP 18 €
De entrada, la novela sienta las
claves de cómo ésta debe ser entendida y tomada; de cómo debe concebirse lo que
a partir de las primeras líneas nos va a ser narrado y sitúa fácilmente al
lector: quién, donde, cuándo y qué. ¿Quién? Caníbal, un joven así bautizado por
sus compañeros del colegio cuando sus dibujos, evocados a partir de una mancha
de nacimiento, todavía “no eran muy buenos”. ¿Dónde? En un hospital. Caníbal
arranca la historia al lado de su padre agonizante delirando en una cama mientras
la sórdida y nada compasiva mirada del hijo se entretiene con la cópula de dos
moscas irreverentes, una metáfora de lo que posiblemente fue su infancia, en una
familia en la que lo animal primaba sobre lo puramente humano: Mi padre no valió o no ha valido […] mucho
la pena. Su precio en una tienda de productos coreanos […] habría sido tasado
varias veces a la baja […]. ¿Cuándo? En la actualidad, en esta era de la
comunicación ininterrumpida por las redes sociales, que busca lo rápido, lo
inmediato, la satisfacción directa y sin preámbulos. ¿Qué? Lo que significa ser
hijo en la historia de una pareja: “¿Tú
querías a mi madre? Y en esa historia ¿qué pintaba yo?”.
Bien, buen arranque, con las
consignas y el asunto claros desde el inicio para construir el
timbre de la voz y el color de la mirada. Sin ambages, tomaremos conciencia de su tono
agrio y desabrido; con dificultad para expresar las emociones, aquellas que
tienen que ver con el amor. El hermetismo de Caníbal está repleto de imágenes
crudas, siniestras, que nacen de la paradoja y la contraposición para dar un plus de
sentido, para crear poéticamente significaciones nuevas sin dejar en el olvido el
clima familiar sufrido, del que no detalla particularidades, esas que han
dejado mella en un joven desnortado emocionalmente víctima de un padre hosco y
hueco: “Soy afortunado, ahora todo lo que
me queda de mi padre en el mundo es una bolsa de plástico con un cierre de zip,
pegajosa en su interior. […]. ¿Por qué no hurgarse los dientes y escupir en ese
templo de carne delgada y costillas aplastadas de fiebre? […] podría usarla
para guardar una chuleta de cerdo; o incluso peor: la bolsa sería ideal para
asfixiar la cabeza de un animal, una familia entera como la nuestra, la vida de
un hijo y una esposa”. No tardamos en confirmar que Caníbal ha heredado rasgos
psicopáticos: ¿Acaso sinó disfrutaría llamando por el apellido a su primera novia
adolescente?: “Para más detalles, yo
tenía la mano bien metida en los pantalones vaqueros de Isabel D. Me extasiaba
moverla despacio, dentro de esa humedad dulzona, y decirle al oído su nombre
completo. Isabel D., haz el favor de estrecharte contra el rincón de este
urinario repugnante”. Esta primera parte se cierra presentando a la madre,
una madre lejana y desafecta que llega desde su vida acomodada en Irlanda para
el entierro del marido abandonado, del padre ya muerto; una madre con la que
hay complicidad y condescendencia, acaso un deseo de connotaciones edípicas sublimado,
mostrado sutilmente mientras le acaricia los cabellos plateados y sedosos cual
ensoñación nocturna.
Es la segunda parte de la novela,
la más extensa y tupida, donde el autor hace un verdadero despliegue de densidad
para abrir los frentes con los que nos irá seduciendo y armando la trama: la
relación con Irene (la enfermera que ha cuidado de su padre) y su hija Lea, con
la que mostrará algo de apego, pero sin derroche, propio de aquellos con los
que nadie fue tiernos. La pringosa pregnancia
de Sara, con la que iba a casarse y que el destino le arrebató. Una muerta muy
viva por el lamento de un ex suegro que todavía llora a la hija y así no deja
que se vaya del todo.
Caníbal vive entre los muertos tan vivos, que se
perpetúan en la conciencia para arrebatarle el presente, como si su rondar
fantasmagórico tuviera potestad de diezmarlo, menguarlo como un embudo y
hacerlo así más difícil de atravesar. A partir de ahí, las preguntas: ¿qué pasó
con Sara? ¿Por qué el padre cernía sobre su hijo la hostilidad constante, la
amenaza velada mientras aplastaba con el puño el cráneo de una rata? La trama
se va urdiendo como un viaje a “las
tinieblas del corazón”, a los recuerdos vacíos, en busca del rastro de ese
padre inexistente más que como semental o, si me apuran, como pura simiente.
Padre de bajos fondos y manos manchadas de sangre, padre que se persigue por su
falta de caridad e indiferencia ante la muerte de Sara, padre que se busca y
que únicamente se halla entre los recortes de prensa de un dossier que arroja
titulares sobre una chica estrangulada, un constructor condenado que aún cumple
condena y que quizá lo lleve hasta ese momento que obligó al padre a dejar de
serlo, si es que alguna vez lo había sido. Trama de novela negra con trasfondo
intimista de personaje atormentado, incapaz de nombrar su dolor para salvar el
abismo que lo separa de Irene.
Decía Marías que escribir novelas
es la asunción de una anomalía. Publicarlas el intento de imponer a otros esa
anomalía. El novelista tiene la visión deformada, también la lengua, quizá el
gusto. Que quien escribe lleva a cabo continuamente una selección de la vida.
Elige lo que le interesa vivir, y por tanto elige su propia muerte; y es aquí
donde Candeira, como autor, conduce a Caníbal a elegir su propia muerte y lo
resucita en la tercera y última parte de la novela para dejar claro que no
todas las preguntas pueden ser siempre contestadas y que hay mundos que se
pueden recorrer sólo porque uno tiene la visión deformada, tanto que en ocasiones no
es ni la de uno mismo.
Fiebre es la enfermedad que se
hereda, es la pregunta inconclusa, es un viaje a la muerte sin sentimentalismo.
Fiebre es el descenso y también el desvarío. Quizá por ello es una novela que habrá
de ser de ser leída una y otra vez, porque en ella habrá siempre algo nuevo o
cambiante que descubrir o comprender.
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