– ¿Y desde cuando está así tu mujer? –le dijo el Caimán cuando Pedro ya había puesto el
coche en marcha.
– Pues no sé, desde el martes, creo. No sé, el lunes
o el martes.
– Vamos que desde que fuisteis a la cena es como si
se le hubiera girado el coco.
– Hombre, desde que fuimos a la cena, no. El
domingo estuvo normal. En su línea, quiero decir –dijo Pedro mientras buscaba
en su memoria algún indicador que le diera una pista exacta de cuándo se había
iniciado aquel cambio de actitud.
– O sea, que está así desde el lunes ¿no? –preguntó
el Caimán con la intención de ayudar
a Pedro en su búsqueda.
– Bueno, ahora que lo dices, el domingo por la
tarde, cuando nos vimos en el bar, ya la noté un poco rara.
– ¿A qué te refieres?
– No sé, como que me miraba más de la cuenta. Ella
generalmente no me mira, no demasiado. A ver, sí que me mira, pero no se me
queda mirando sin ningún motivo. Pero el domingo sí. Se quedaba como
encandilada mirándome. Yo estaba jugando al billar con los niños, ¿sabes?
Después del cabreo me los llevé al cine y luego a jugar al billar. Ella me
llamó al rato, diciéndome que se iba con una amiga a tomar café. Cuando salimos
del cine, la llamé y se vino al bar. Ahí fue donde empecé a notar algo raro.
– Esa amiga le ha metido algo en la cabeza –dijo
como si de una verdad divina se tratara.
– ¿Tú crees? –le preguntó Pedro apelando a la gran
intuición que tenía Juanjo.
– Seguro. Las mujeres son así. Tú les puedes estar
diciendo una cosa toda la vida, y no te hacen ni caso. Luego viene cualquier
amiga y les dice lo mismo, y como si hubiera sido Dios. Por experiencia te lo
digo. Llevaba dos años diciéndole a mi mujer que metiera a mi suegra en una
residencia. Ni caso. Que mientras yo pueda mi madre estará conmigo, que patatín,
que patatán. Dos años. Un día llega a casa: que había estado hablando con una
del mercado, que le había dicho tal y cual. En dos semanas, la abuela en una
residencia. Esa amiga de tu mujer le ha metido algo en el coco.
– No sé –Pedro no daba mucha credibilidad a lo que
le decía el viejo –. Lo único que sé es que está rarísima.
– ¿Y con los niños?
– No, con los niños está normal.
– Normal.
– Sí, sí, normal –le confirmó Pedro –. ¡Ah! Y no te
he contado lo mejor. Ayer me dijo que se había apuntado a un gimnasio.
– ¿A un gimnasio? ¿Y para qué quiere tu mujer ir a
un gimnasio?
– Pues no lo sé, pero lo que sé es que tres tardes
a la semana me las ha jodido porque tengo que ir yo a buscar a los niños. Y lo
más raro no es que se haya apuntado a un gimnasio. Lo más raro es que lo haya
hecho de la noche a la mañana y sin decirme nada. Porque ella, generalmente,
cuando quiere hacer algo, primero te está dando la vara durante dos o tres semanas.
Luego, puede que lo haga o puede que no. Pero primero, a su manera, te
consulta. Como cuando se apuntó a clases de inglés, porque decía que al taller
llegaba mucho turista en verano y que no se entendía con ellos. Empezó diciendo
que si aquello no había quien lo aguantara, que vaya complicación, que
necesitaba apuntarse a un curso de inglés. Así estuvo un mes, hasta que al
final lo hizo. Duró tres meses. Luego se acabó el verano y lo dejó.
– Pues ya lo tienes. Eso es –dijo el Caimán convencido.
– ¿El qué? –le preguntó Pedro.
– El verano. Es el puto verano. ¿En qué fecha
estamos?
– No sé, en marzo, a veintidós ¿no? –le preguntó
Pedro.
– Veintiuno –le corrigió su compañero.
– Bueno, a veintiuno. ¿Y eso qué tiene que ver?
–preguntó Pedro que seguía sin ver la lógica de su amigo.
– ¡Coño, Pedro! Con lo listo que tú eres. Pues que
llega el verano y se les gira el coco. Que si tengo que perder de aquí, que si
tengo que perder de allá. Ya verás como no tarda en decirte que está a dieta.
– ¿A dieta? Pero si ella nunca se ha puesto a
dieta. No lo necesita. Tendrías que ver el cuerpo que tiene. ¡Y sin hacer nada!
No como yo, que de pasar sentado en este puto coche me va a salir una barriga
más grande que la tuya.
– Al principio te jode, pero luego te acostumbras a
vivir con ella –dijo el Caimán desde
la resignación –además, los años no pasan en balde.
– Seguro que no, y con el tormento que nos dan las
mujeres, el doble de daño nos hacen. Al final tendremos que hacernos todos
maricones.
– No, no, no. De eso nada. Si quieres hacerte
maricón, te haces tú. Pero a mí me dejas tranquilo –se defendió el Caimán de la propuesta salvadora de
Pedro.
– ¿Y qué problema tienes tú con los maricones?
–prosiguió Pedro al ver la reacción adversa de su compañero.
– Yo no tengo ningún problema con ellos, ni ellos
conmigo. Ellos allí y yo aquí. No hay problema ¿entiendes? No hay problema.
– ¿Ah, no? –dijo Pedro, que ya se había olvidado
por completo de su mujer.
– No.
– ¿Te sabes algún chiste de maricones? –le preguntó
Pedro.
El Caimán
tardó en responder. Sabía que la pregunta de Pedro era una encerrona, pero no
podía adivinar por dónde iba a ser atrapado.
– Dime, ¿te sabes algún chiste de maricones? –le
insistió Pedro.
– Pues claro que me sé algún chiste de maricones,
me sé cientos de chistes de maricones, o miles, ¿sabes? –le dijo desafiante,
tratando de demostrarle que no tenía miedo a sus preguntas.
– Dime uno.
– ¿Qué te diga uno?
– Sí, dime uno. Tú has dicho que te sabes cientos
de chistes. Dime uno.
– ¡Joder! Así de pronto, en frío, pues no sé.
– ¿En qué quedamos, te sabes algún chiste de
maricones o no? –Pedro estaba tomando las riendas y el Caimán empezaba a sentirse en un callejón sin salida. Tenía pavor a
que Pedro acabase demostrando algún tipo de tendencia homosexual en su persona.
– Sí, claro que me sé, ya te lo he dicho.
– Bueno pues dime uno, aunque no tenga gracia.
– Que no tío, que no, que ahora no me viene ninguno
a la cabeza.
– Ves, eso es porque es un tema difícil para ti,
eres incapaz de decirme ni un solo chiste de todos los que sabes. Te has
bloqueado. Es lo que diría Freud, una resistencia.
– Una resistencia, ¡pero qué coño dices! –el tono
del Caimán era cada vez más elevado.
– Que sí, no te lo tomes como nada personal –Pedro
trató de bajar la intensidad del ataque–. He estado leyendo cosas de
psicoanálisis.
– De psicoanálisis. Pues a ver si te dice el
psicoanálisis ese por qué está tan rarita tú mujer.
A Pedro se le escapó una risotada. El Caimán se había encendido de verdad.
– Mira, te voy a contar yo uno, para entrar en
materia –le dijo Pedro–. Dice que son dos amigos que se encuentran por la
calle. Uno le dice al otro: qué, ¿nos vamos a echar un polvo? Y el otro le
dice, lo siento, no tengo dinero. Bueno y qué, le dice el otro, ¿acaso nos
vamos a cobrar?
El Caimán
se quedó con los ojos encendidos mirando a Pedro sin decir una palabra. Su
rostro languideció y se quedó congelado. Era como su propia estatua de cera.
– ¡Ja, ja! –dijo el Caimán sarcásticamente.
– Lo ves. Dime, como éste hay montones. ¿Y sabes
por qué? Porque la homosexualidad molesta. Es como algo que está siempre ahí, y
que hay que combatir. Es como un peligro cercano, los hombres tenemos la
necesidad de alejarnos de eso a cada instante. De reafirmar nuestra
masculinidad.
– Tío, a ti esos libros te están sorbiendo el coco.
– Que no, Juanjo, que no. Que tú también tendrías
que leer un poco más y darle de comer a tu cerebro.
El Caimán
seguía con la cara descompuesta.
– O sea, que tú ahora lees libros de maricones y
encima quieres que tu mujer no esté rara. Si es que hasta yo me estoy poniendo
raro. Les voy a pedir que me cambien el turno.